domingo, 27 de abril de 2014

Ilusionismo

Quizá me equivoque, pero detrás de la propuesta de la ley de telecomunicaciones hay un gran acto de magia ocurriendo. Y hay que reconocer que el equipo cercano del presidente sabe hacer su trabajo. Hablo del equipo del presidente, y no del mandatario, porque Peña Nieto sólo es la edecán que acompaña al mago. Es quien atrae las miradas mientras el truco se realiza ante sus ojos. De eso se trata la prestidigitación: de distraer, de engañar a los sentidos (o al entendimiento) para crear una ilusión.
El truco consiste en amenazar el único espacio libre de expresión y organización de la sociedad, con la intención de ganarse la indignación de la gente (aquí la mano del mago agita el pañuelo para que vean que no hay nada sospechoso). El movimiento es astuto por dos motivos. Primero, porque consiguió atraer la frustración y el enojo popular de la gente instruida y descontenta; esas personas propensas a debatir, a convocar a manifestaciones, las mismas que llenan las redes sociales de comentarios y ataques en contra del gobierno. No es difícil conseguir esta reacción si se tiene en cuenta la falta de resultados que ha dado el gobierno en año y medio. Como tampoco es gratuita la caída continua en la popularidad de Peña Nieto en tan poco tiempo. El descontento está más que generalizado, así que la mesa ya estaba puesta. La segunda razón es histórica. Tanto el PRI como Peña Nieto tienen antecedentes violentos, de represión y censura. Atenco y el largo recuento de matanzas, desapariciones y atropellos que no aparecen en los libros de la historia oficial bastarán para refrescar algunos olvidos selectivos. Con estos precedentes, a nadie le sorprendería una nueva imposición, un gesto de renovado despotismo por parte del villano nacional por excelencia (y después de un par de pases y de agregar los polvos mágicos, el público está a merced del ilusionista).
Ahora viene lo interesante, la médula del embuste. La propuesta de controlar internet en nombre de la seguridad y de la calidad de los contenidos estaba planteada desde el inicio para desecharse (así es, el mago ya sacó la moneda de su bolsa y en un instante la va a colocar debajo del pañuelo). Una iniciativa semejante simplemente no iba prosperar ni a sostenerse en la Suprema Corte de Justicia o en los tribunales internacionales, porque atenta contra las libertades y los derechos esenciales de los mexicanos. Los operadores políticos de Peña Nieto no son tan ingenuos como para no haber calculado el desprestigio mundial y la consecuente salida de inversiones que esto acarrearía. La mala prensa en el extranjero no le conviene al poster boy Peña Nieto, menos cuando la revista Time le dedicó la portada y una extensa y empalagosa carta de amor, en forma de artículo. Dentro del propio país aprobar estas propuestas sólo aceleraría el declive electoral que se anuncia para el PRI en las elecciones de 2015.
Entonces, ¿para qué se tomó el gobierno tantas molestias? ¿Para qué se arriesgó a que la gente convocará a nuevas movilizaciones en su contra? Sencillo, para encubrir su verdadera intención: proteger al monopolio de la radio y la televisión. Así de simple. La reforma constitucional que se aprobó hace unos meses perjudicaba seriamente la economía de Televisa. Aquí hay que señalar que después del PRI, la televisora es el blanco favorito de la intelligentsia nacional. Pues sí, es la empresa que controla la opinión pública, la información y la educación sentimental de la mayoría de la gente; en consecuencia, es la que encumbra o derriba a candidatos y gobiernos. Quizá esta empresa no sea la única mano que mece la cuna, pero definitivamente es un actor preponderante, como correría el riesgo de ser calificada por el organismo regulador si no se atemperan las reformas constitucionales en su contra, lo cual le arrebataría los importantes privilegios que sexenio tras sexenio (sin importar el partido político) se le tributan. (Es el momento en el que el mago muestra la moneda a la audiencia estupefacta.)
Como Edgar Allan Poe evidenció en su cuento “La carta robada”, no hacen falta estratagemas elaboradas para ocultar la verdad. Basta con exhibirla en la cara del otro para quela pierda de vista.
¿Qué es lo más lamentable de esta situación, aparte del engaño? La nueva oportunidad desperdiciada para que la sociedad se organice y comience a plantear cambios reales, y que abandone las reacciones viscerales. Sería muy interesante que la imaginación y la inventiva desplegada en las consignas de las marchas, los plantones y las cadenas humanas se usara para elaborar estrategias viables de presión política, como los boicots, la exigencia de cuentas y las votaciones orquestadas por la propia ciudadanía para expulsar democráticamente a los incapaces, a los corruptos, a los mezquinos. También sería muy atractivo ver la eficiencia de los organizadores de protestas trasladada en acciones civiles concretas. El truco es pegarle al sistema en donde le duele, en donde le afecta de verdad: en los bolsillos y en los votos.

Víctor Uribe

lunes, 17 de junio de 2013

Díptico del silencio

La pintura de Martha Pacheco es exigente con el espectador, porque nos reta a observar lo que con frecuencia eludimos: la muerte, la locura, a nosotros mismos. Es arduo mirarnos de frente. Es aún más arduo encarnar la locura y aceptar un trastorno psiquiátrico para el que hay paliativos, pero no un remedio permanente. La artista lo sabe al lidiar cotidianamente con los demonios de sus propios padecimientos. Cuando se nombra a la locura, de algún modo queda en suspenso el temor que provoca. La palabra planta una frontera con la experiencia y en cierta medida la atenúa. La imagen, en cambio, burla el cerco del lenguaje y nos encara directamente con la fuente de nuestros miedos. Pero la mirada no sólo confronta, también revela.

El desafío en la pintura de Pacheco es plantarse frente a la locura y contemplarla, repasar su catálogo de gestos extraviados, de intenciones que se pierden en el incierto laberinto de una mueca o de unos ojos que naufragan en la inconciencia. En el trabajo de la pintora, la técnica y la composición no se supeditan a un discurso que abusa de las interpretaciones prestadas de alguno de los filósofos de moda entre la academia, ni se somete al repertorio de conceptos manidos hasta el cansancio por el mercado del arte. La obra de Martha Pacheco apuesta por el acto marginal y necesario en nuestros días de contemplar. De contemplar para comprender.    

Cuando visité la exposición, Excluidos y acallados, en el Museo de Arte Moderno, dos de sus retratos me parecieron particularmente sobrecogedores. En el primero, una mujer detiene la vista frente a ella, pero no mira, no observa. Unos lentes ovalados, discretos, ocultan sus ojos. Sus pensamientos o algo dentro de ella ocupan su atención, pero no es de este mundo lo que parece retenerla. En su sien se hospeda un magro racimo de cabellos oscuros. La luz que aclara su nuca desciende por la cabellera lacia y se detiene en el estampado de una prenda que bien podría ser una blusa o una bata.

La frente de la mujer es amplia y detiene un brillo sutil en la parte alta, cerca del nacimiento del cabello. La nariz cae ligeramente y el gesto que trazan sus labios también apunta hacia abajo. El perfil es rotundo en su soledad.

Cerca de la mujer hay un hombre sentado con la cabeza reclinada. No hay detalles en él, sólo manchas de color que anuncian canas y una tez morena. En el rostro se adivina una barba, pero es difícil precisar si no se trata de un espejismo de las sombras. De cara a él hay una mesa de esquinas desgastadas. Detrás, cortinas en las que se anuncia un pasillo o un patio. En la esquina de la habitación se entrevé otra persona, mas no sus facciones.
No hay movimiento en la habitación y la luz pálida semeja un velo de tonos carnosos. Los colores grises y los matices próximos a la piel dominan la escena.
Si hay una historia dentro del cuadro, ésta se encuentra en suspenso. Más que un relato latente, parece haber un deseo de la autora de observar, de reconocerse en medio de aquella habitación, de distanciarse de los otros personajes que pueblan el cuadro. El título de la obra, Autorretrato afocado, no hace sino confirmar mis suposiciones. Martha Pacheco se observa.

En el segundo óleo, Autorretrato desenfocado, la postura de la mujer es similar, pero los detalles de su expresión se ocultan detrás de velos de pintura que anuncian un rostro que no termina de pronunciarse. Este primer plano pareciera desvanecerse a propósito para que el hombre sentado en el pupitre cerca de ella gane relevancia en la imagen. Su ropa y la bata se suman a una atmósfera en la que se respira una sedante claridad. En el par de personajes no se adivina una voluntad que anime su quietud y su silencio. En su interior conspira un desierto. Al reservarse los pormenores de sus facciones y apuntar hacia el enfermo, Martha Pacheco contempla desde otro ángulo su propia locura. El otro es su espejo, igual que ellos son un reflejo para el propio espectador.  

Vistos como un díptico, ambos retratos figuran ser la cara y el anverso de una conciencia que se escruta, de una mirada que busca hallar lucidez en la oscuridad mental que temporalmente la domina. En esto radica el valor de la obra de Martha Pacheco: en el valor para observar, en la humildad para aceptar.

Víctor Uribe



lunes, 29 de octubre de 2012


Salto y ruptura
 por Víctor Uribe

¿Dónde comienza lo humano? ¿Dónde termina la civilización? ¿Es tajante la frontera entre el hombre y la naturaleza? Debo a Freud mi primer vislumbre de estas preguntas y de la noción de ese tenue umbral que continuamente cae y se recompone. Le debo esa incómoda visión que denuncia cómo detrás del acto comedido, aguarda una jauría de impulsos. Por más que se niegue, hay un legado animal que delata nuestra procedencia. Pero, quizá, esta sombra se extienda más allá de la conducta del individuo y arraigue en los cimientos de la especie. Es posible que abarque también las obras que estimamos más ajenas a la naturaleza, como las ciudades.
Como hijo de mi cultura y mi tiempo, la creencia de que las urbes son productos enteramente humanos, ajenos a los mecanismos naturales, sufrió un vuelco a partir de una serie de artículos publicados por el físico Geoffrey West y su equipo del Instituto de Santa Fe, en Nuevo México. Al parecer, a las ciudades del mundo las hermanan dinámicas que escapan a la técnica y la industria de una sociedad, a su cultura específica, a los rasgos de su historia particular, de su economía y de la geografía en que se asientan. El tejido de relaciones y causas que vinculan a las megalópolis con organismos tan sencillos como las bacterias (guardando las proporciones), habla de mecanismos esenciales y profundos, compartidos por la generalidad de los seres vivos. La distinción tajante entre cultura y biología, entre el ser humano y la naturaleza, que la civilización occidental ha defendido durante siglos, ha sufrido continuos y profundos embates cada vez que la ciencia revela una nueva arista de la realidad.
            En la historia del ser humano las ciudades han tenido un papel fundamental en el desarrollo de su organización social y en la generación y transmisión de sus conocimientos. La existencia de las urbes es reciente, si se la compara con los millones de años que tardan los procesos biológicos y geológicos en gestarse. Jericó, por ejemplo, apenas tiene alrededor de 9,000 años de antigüedad. A pesar de su relativa novedad, la dinámica de los centros urbanos ha modificado profundamente las relaciones del ser humano con su entorno y con él mismo. Son su estructura más compleja y conflictiva, a la vez que el eje de su riqueza material, tecnológica y cultural. Además de ser los lugares donde se organiza y propicia la actividad económica, política y social de los pueblos, paradójicamente las ciudades son las causantes de la mayor parte de los graves problemas que enfrenta la especie, aunque al mismo tiempo sea en ellas donde los conflictos más apremiantes se resolverán, tal como ha ocurrido una y otra vez en el pasado.
            Hace aproximadamente 10,000 años comenzó la historia de las ciudades. Su inicio fue modesto, ajeno a los edificios monumentales y al bullicio que caracteriza a las urbes. Para ubicar su origen, hay que remontarse a los grupos de cazadores y recolectores nómadas que recorrían la tierra en busca de alimento. Las comunidades humanas eran magras y estaban en continuo tránsito. La regularidad de los cielos y las estaciones guiaban sus interminables periplos hacia tierras más propicias o menos arduas para la supervivencia. El medio podía ser benévolo, mas no dejaba en duda su poder para subyugar e imponer sus caprichos insondables. El suceso que modificó por completo la trayectoria de estas comunidades fue el descubrimiento de la agricultura. Con su aparición, los términos de la relación entre sociedad y medio ambiente se modificaron de forma drástica. El entorno poco a poco dejó de dominar al hombre y éste, en cambio, comenzó a emplear su curiosidad y su aptitud para conocer, de forma que el mundo también cediera a su voluntad. El hecho de establecerse en un territorio y de adecuarse a él, la posibilidad de obtener un sustento regular ─hasta cierto punto predecible─, provocó que los recursos del grupo aumentaran y que su población paulatinamente se incrementara. De ese momento en adelante, los enclaves humanos se volvieron más complejos, más sofisticados, y sus aportaciones tanto tecnológicas como culturales aún se dejan ver en la civilización actual.
Las nuevas circunstancias pronto obligaron al surgimiento de estructuras sociales y económicas novedosas. Igual que las especies y los ecosistemas, aquellas comunidades y sus formas de organización también tenían un límite a su crecimiento y expansión. Ninguna especie, por dominante que sea, puede extenderse sin restricción. Hay una frontera invisible y rotunda que acota los alcances de un organismo o de una población. Superado ese umbral aguardan dos escenarios: la ruptura o el salto. El primero desemboca en la desintegración, en la muerte. El segundo supone precipitarse al vacío para encontrar un nuevo estado que se adecue mejor a las condiciones que orillaron al cambio. Es un albur el cambio o la muerte, la permanencia rígida o la flexible incertidumbre. Aunque detrás del salto se adivine una posibilidad o una estrategia, el laberinto de causas y efectos que recorre la existencia no garantiza una salida cierta ni segura.
Sin sospecharlo, cada nuevo grupo que se forma en nuestra sociedad revive el dilema de las primeras comunidades de agricultores. Sin intuirlo tampoco, sus estragos y victorias emulan el eco aún más lejano de las primeras especies. La ruptura y el salto son la constante en la lucha por sobrevivir. Ambos movimientos son actores de una representación aún más vasta en la que el azar, el ensayo y el error tienen papeles protagónicos. Tanto las bacterias primigenias como las grandes empresas multinacionales han seguido los dictados de esa representación primordial. Y como toda gran obra, aunque su argumento pareciera concluido, el tiempo y las circunstancias terminan por abrirlo a nuevas interpretaciones. Imaginemos a los primeros grupos de agricultores. Las nuevas prácticas y el arraigo sedentario les han prodigado comida y cierto control sobre su ambiente inmediato. Aunque la edad y las enfermedades no cejan en su merma, la población crece y junto con ella la demanda por recursos y por un lugar dentro de la comunidad. Si la tendencia persiste, habrá más bocas que alimento y, tarde o temprano, brotará un inopinado bullir de conflictos, de tensiones y de incidentes cada vez más violentos. Aquí comenzarán las paradojas y las contradicciones. Aquí también se abrirá un campo fértil para la creatividad y el fracaso.
Uno de los principios fundamentales de la vida es la conservación. No sólo se busca preservar la forma de lo que somos, nuestros rasgos distintivos, sino también la manera de organizarnos.  Cuando un grupo resguarda las peculiaridades de su organización, aspira a que sus miembros actualicen con cada palabra, en cada tradición y técnica, su modo de encarar el mundo. Pero ¿qué ocurre cuando esa forma de organización no resuelve más las vicisitudes de su momento? La solución más dramática es la ruptura. Si el grupo de agricultores mantiene la inercia de crecimiento sin que venga emparejado un aumento de sus recursos, la presión interna del grupo aumentará y las agresiones se sucederán con mayor frecuencia e incisión. Sin cambios, el rumor de la barbarie se agrava. De ser cobijo y sustento, el grupo será el yugo o incluso el verdugo de sus miembros. El desenlace es predecible: el quiebre y la dispersión.
Librar la ruptura implica suerte e imaginación. Suerte para que el polvorín colectivo no explote antes de encontrar un remedio y para que las soluciones modifiquen efectivamente el cauce del grupo al enfrentar la realidad. Imaginación para prever nuevos escenarios, para ensayar trayectorias distintas a las seguidas por la costumbre, para anticipar lo que aguarda del otro lado del muro después del salto.
De la tribu a la aldea, de la horizontalidad de las tareas a la división en clanes para incluir a los individuos en una dinámica social cada vez más intrincada y demandante. El crecimiento cuantitativo puede transmutarse en cualitativo cuando los márgenes del organismo o del grupo amenazan con desbordarse. Los sistemas vivos y sociales operan una sutil alquimia en la que sumar elementos no redunda sólo en una colección mayor de miembros; si las condiciones son favorables, pueden precipitar un nuevo estado, una nueva realidad. En la química, basta la adición progresiva de un radical de carbono e hidrógeno a la molécula del ácido fórmico para que éste mude en ácido acético, butírico, propiónico y valeriánico. Cada radical añadido le da a los ácidos sus propiedades distintivas, al mismo tiempo el parentesco entre ellos se preserva al compartir elementos comunes. La cantidad es una frontera, un límite; pero también la orilla de la cual se zarpa hacia los mares fecundos de la complejidad. La evolución social nunca ha huido de las restricciones cuantitativas; al contrario, se ha servido de ellas para ensayar estructuras más abarcadoras y aptas para resolver conflictos. La expansión parece ser la norma histórica. De la vecindad entre aldeas agrícolas a la imposición de una para abarcar más territorio, y con ello mayores recursos, no tardará en gestarse el nacimiento de los estados y los reinos. Los sucederán los imperios y sus esplendorosas capitales, los estados-nación y sus megalópolis, hasta llegar al volátil experimento de los bloques económicos, como la Unión Europea. Si la agricultura detonó la primera gran expansión demográfica y cultural, la mancuerna entre la guerra y el comercio fueron los catalizadores de los cambios sucedáneos. Alimentación, violencia e intercambio: tres jinetes civilizatorios que lo mismo erigen que devastan.
La Revolución Industrial fue el segundo gran cisma social, después de la agricultura. La irrupción de esta última dio raíces al hombre y le permitió aliarse con el entorno, para luego aprender a explotarlo. La industria, en cambio, nunca supuso un pacto, sino una franca voluntad de dominio. Además de observar y de conocer, la humanidad aprendió a manipular y a transformar a partir de los fundamentos de la materia. Las causas y los oscuros mecanismos del universo dejaron de serle ajenos. La ciencia y la técnica poco a poco buscaron desnudar al mundo de sus secretos. Al hacerlo, el velo de amenaza y misterio que cubría a la naturaleza cayó. Confiados en sus poderosos métodos de producción e investigación, y amparados en el descubrimiento de los combustibles fósiles y la electricidad, la humanidad se volcó hacia la industria y las ciudades. Al paso de poco más de dos siglos, el hombre y su entorno se urbanizaron. Las ciudades alcanzaron dimensiones desconocidas hasta entonces; la velocidad de la vida y de los cambios se volvió vertiginosa. Para sus habitantes, el rostro que las urbes adquieren conforme se expanden parece desordenado: un galimatías de acero, concreto y cristal. Sin embargo, detrás de las redes laberínticas de caminos, tuberías, cableado y edificios, hay una lógica profunda que las hermana con organismos tan elementales como las células, e inclusive con sistemas más vastos y refinados, como los ecosistemas.
Para desentrañar esta lógica, habrá que apartarse del sentido común y confiar en la mirada de los físicos y los matemáticos. Habrá que fiarse de su habilidad para descubrir patrones ocultos al ojo cotidiano. De otro modo, nos pasaría de largo la improbable relación entre los seres vivos y las ciudades. La clave de este vínculo se encuentra en el tamaño y en la eficiencia de cada organismo para aprovechar y distribuir la energía que los mantiene con vida. Entre mayor sea la especie, su consumo proporcional de energía será menor que el de una especie pequeña, el ritmo de su metabolismo será más lento y su tiempo de existencia se prolongará. De acuerdo con una serie de investigaciones realizadas a partir de 2006 por Geoffrey West y su equipo, esto explicaría por qué los elefantes viven más que los ratones, por qué el batir del corazón de un canario es más acelerado que el de una ballena, y por qué un gato vive menos que un humano. El quid de estas diferencias es la eficacia y el ahorro.
Lo sorprendente es que el eco de estos mecanismos naturales reverbera también en las ciudades. Entre más poblada una urbe, sus requerimientos de infraestructura serán proporcionalmente menores: la cantidad de cableado se reduce, hay menos gasolineras y los kilómetros de tubería instalada se acortan. Pero si esta economía de escala sigue un paralelo biológico, hay un patrón de crecimiento propio únicamente de la vida urbana. Cuando un organismo posee mayor masa, sus procesos tienden a lentificarse. El ritmo citadino, en cambio, se acelera, la producción aumenta, igual que la cantidad de riqueza, el número de patentes, el monto de los salarios, y más. La otra faz del crecimiento es turbia y menos alentadora: los crímenes se incrementan, hay más enfermedades y se propagan con mayor facilidad. Los claroscuros parecen inevitables.
¿Qué hay detrás de estas relaciones, de estas semejanzas? La respuesta puede sonar sencilla, pero no es obvia: hay vida. Y para que la vida ocurra y se sostenga, un vasto y complejo concierto de átomos, de células, de individuos, de vínculos y procesos, deben tejer sus notas con timbres precisos y ritmos laboriosamente coordinados. Los ejecutantes pueden cambiar, incluso la melodía quizá fluctúe, pero en el fondo la raíz sonora permanecerá anclada a los pulsos que le dicte el universo.

sábado, 16 de julio de 2011

Esopo, Monterroso y el León

Confabuladas secretamente en contra del León, la Vaca, la Cabra y la insidiosa Oveja pactaron colaborar con él en sus cacerías por el monte, para ultimarlo al menor descuido. La voracidad y egoísmo del depredador lo justificaba, según ellas. Consciente de la preferencia de sus socias por las hierbas y las pasturas, éste aceptó la propuesta con cierta reticencia y sugirió, con la mejor disposición, que se repartieran en partes iguales a la presa.


Distraídas con el forraje que tapizaba el rumbo, las conspiradoras se dedicaron a comerlo y a quejarse de las malas condiciones del camino. En tanto, el León dio caza a un ciervo habilísimo, lo llevó con sus compañeras, lo dividió en cuatro y las invitó a degustarlo, de acuerdo con lo convenido.


Sorprendidas por la eficacia del León e impedidas para ejecutar su plan, la Vaca pretextó con evidente nerviosismo no poder dar bocado por hallarse a dieta. La Cabra, por su parte, se dijo aquejada por un fuerte dolor de muelas que le impedía masticar y a la Oveja sólo se le ocurrió balar y tirarse panza arriba. Sin mayor explicación, el León repartió varios zarpazos letales entre súplicas y ruegos de clemencia. Agradecido por el repentino festín, el León organizó con el resto de su manada un animado banquete.

Víctor Uribe

El León, la Vaca, la Cabra y la Oveja
Esopo
Juntáronse un León, una Cabra y una mansa Oveja a cazar en los montes y repartirse después fraternalmente las reses que apresaron. Bien pronto, con la ayuda de todos, se cazó una cierva hermosísima; y el León, dividida que la hubo en cuatro partes iguales, habló a sus compañeros del siguiente modo: "La primera de esas partes es para mí, porque me llamo León; me daréis la segunda porque soy el más fuerte; la tercera será también mía, porque valgo más que vosotros; y por lo que hace a la cuarta, el que la toque que haga su testamento."

Cuando se tiene la honradez de la vaca, la inocencia de la cabra y la mansedumbre de la oveja, no se debe formar sociedad con los leones.

La parte del León
Augusto Monterroso
La Vaca, la Cabra y la paciente Oveja se asociaron un día con el León para gozar alguna vez de una vida tranquila. pues las depredaciones del monstruo (como lo llamaban a sus espaldas) las mantenían en una atmósfera de angustia y zozobra de la que difícilmente podrían escapar como no fuera por las buenas.

Con la conocida habilidad cinegética de las cuatro, cierta tarde cazaron un ágil ciervo (cuya carne por supuesto repugnaba a la Vaca, a la Cabra y a la Oveja, acostumbradas como estaban a alimentarse con las hierbas que cogían) y de acuerdo con lo convenido dividieron el vasto cuerpo en partes iguales.

Aquí, profiriendo al unísono toda clase de quejas y aduciendo su indefensión y extrema debilidad, las tres se pusieron a vociferar acaloradamente, confabuladas de antemano para quedarse también con la parte del León, pues, como enseñaba la Hormiga, querían guardar algo más para los duros días de invierno.

Pero esta vez el León ni siquiera se tomó el trabajo de enumerar las sabidas razones por las cuales el ciervo le pertenecía a él solo, sino que se las comió allí mismo de una sentada, en medio de los largos gritos de ellas en se escuchaban expresiones como contrato social, constitución, derechos humanos y otras igualmente fuertes y decisivas.

sábado, 16 de abril de 2011

El nombre en la punta de la lengua: la verdad de la palabra



Víctor Uribe

En el relato bíblico de la creación, Yavé sólo concluye su obra creadora cuando la nombra: designa el día, la noche, el cielo, al hombre. Según la tradición judeo-cristiana, una de las tareas del hombre ─a imagen del demiurgo─ es nombrar a las especies que lo rodean, y de ese modo participar en la creación. De acuerdo con esta visión, hay una identidad entre la palabra y la cosa: nombrar da el ser.
En las prácticas de la magia y en los antiguos rituales, la correspondencia entre la palabra y el objeto permitía conocer y tener injerencia sobre éste. Invocar la lluvia, por ejemplo, implicaba recibir sus favores o atenuar sus perjuicios. La palabra no operaba como una cadena arbitraria de sonidos que sólo aludían a un objeto, sino que formaban parte de él; de hecho, eran su esencia. La paulatina escisión del hombre respecto de su entorno, el abandono de lo sagrado como principio ordenador del mundo y el actual predominio del significado que se construye a partir de premisas culturales, ponen de manifiesto lo fortuito de la palabra y del lenguaje. El lenguaje se adquiere, no forma parte del objeto ni es una estructura que se articule de forma innata en quien lo enuncia. En esa medida, la palabra se aprende y depende de los laberintos de la memoria para ser pronunciada. Pero hay momentos en que la palabra o el nombre ronda el recuerdo, permite adivinar su presencia, pero se queda a la deriva, en la punta de la lengua.
El libro de Pascal Quignard, Le nom sur la bout de la langue (El nombre en la punta de la lengua), penetra en los territorios en los que la palabra huye de la voluntad y se niega a ser enunciada. Con reminiscencias de la literatura tradicional, el libro abre con el relato de Björn el sastre y Colbrune la bordadora. La felicidad y el amor de ambos dependen de que ella pronuncie el nombre de Heidebic de Hel, el señor del infierno, quien posibilita el matrimonio de la pareja. Luego de un año de su encuentro, la bordadora debe decir el nombre de su benefactor, de otro modo tendrá que abandonar a su marido el sastre y desposar al señor del inframundo. La historia se ubica en Normandía, cerca del año 900, en una época sin escritura. De ahí la importancia de recordar, y de ahí que Björn deba descender repetidamente al inframundo para rescatar el nombre de Heidebic de Hel.
El relato de Colbrune y Björn funciona como una suerte de alegoría sobre la memoria y la palabra, que posteriormente dará pie para que Pascal Quignard aborde en la segunda parte del libro, titulada Petit traité sur Méduse (Pequeño tratado sobre Medusa), los límites del lenguaje. La imagen con la cual el autor inicia su reflexión es evocadora: su madre en silencio, con la mirada ajena a él y a sus hermanos, busca una palabra que vaga por su memoria: “Tout s’arrêtait soudain. Plus rien n’existait soudain (Todo se detenía de pronto. Nada más existía de pronto).” ¿Dónde se encuentran las palabras que conocemos, pero que nos escapan?
La respuesta no es sencilla. Quignard toma dos cauces principales para aproximar una solución o, por lo menos, para ensayar una explicación a partir de su experiencia como escritor. La primera tiene que ver con la memoria y la naturaleza del lenguaje. La segunda se relaciona con el silencio que rodea a la palabra.
Si recordar consistiera únicamente en traer de la memoria los datos, las imágenes y las vivencias que alguna vez experimentamos o las cuales conocimos por otros medios, el acto de la evocación rara vez presentaría alguna dificultad. La capacidad de recordar no sólo se vincula con almacenar, clasificar y poner a disposición de la conciencia el material solicitado; según Quignard, se trata de elegir aquello que se retendrá y aquello que se entregará al olvido. Si algo explica el olvido, no es la falta de uso o la poca relevancia del material desterrado de la conciencia; es, por el contrario, aquello fundamental, aquello que nos funda como personas, lo que se condena al exilio y se le niega la posibilidad de ser evocado. Para el autor, tanto la palabra como el recuerdo pueden identificarse con la alucinación. A pesar de su apariencia verosímil y de su textura próxima a lo real, ni la alucinación ni la palabra son verdaderas. Y no lo son en tanto su presencia es sólo imagen y sensación, pero no son ni la cosa ni la situación a la que se refieren. Éstas se hallan fuera de nosotros o han pasado, se han perdido. Podemos retener en nosotros algunos aspectos de ellas, su color, su forma, el contexto en el que tuvieron lugar o la emoción que nos produjeron, pero no más. Por eso Quignard trae a cuento a Freud, al citarlo: “La pensé n’est pas autre chose que le substitut du désir hallucinatoire? (¿No es el pensamiento sino un sustituto del deseo alucinatorio?)”.
La pregunta que plantea Quignard, en boca de Freud, no se queda en el plano individual, su resonancia se extiende hacia toda la cultura: ¿acaso tiene realidad lo que decimos, el lenguaje mismo? ¿La civilización que a diario padecemos y construimos no es sino una alucinación, un largo sueño, como apuntaría Calderón de la Barca? En apariencia, el nombre en la punta de la lengua sólo sería un añadido curioso que se suma a esta realidad infundada, insostenible. Revelaría, asimismo, la fragilidad del lenguaje ─el cual no nos pertenece─ y señalaría las fisuras de nuestra fisiología. No obstante, este olvido en apariencia azaroso revela una clave importante: nos descubre a nosotros mismos y al mundo.
Aunque parezca paradójico, en el silencio que rodea el olvido resuena lo fundamental del lenguaje, su verdad. Para Quignard la palabra busca reunirse con aquello que escapa de ella, y en ello hay una cierta nostalgia. ¿Pero nostalgia de qué? Hay un momento en la vida de todo individuo en la cual la experiencia no tiene por intermediaria a la palabra: la infancia es ese momento. En esta etapa la relación con el mundo es directa, clara, intensa. Según el autor, la inmadurez neuronal no es la que ha impedido que retengamos las vivencias de la infancia, como tampoco es esa inmadurez lo que ha estorbado el recuerdo de nuestro origen, desde el momento de nuestra concepción, hasta la historia filogenética que nos antecede. Más bien, hemos aprendido a olvidar. Cuando el escritor busca la palabra que le escapa, cuando se adentra en ese silencio envolvente y comienza a entregarse a las asonancias y las asociaciones que le permiten llegar por rutas vecinas a la palabra buscada, y cuando finalmente da con ella, el escritor hace de la ausencia inicial una revelación. La palabra es suya y él es de la palabra. El lenguaje deja de ser alucinación y encubrimiento, pues se le ha dejado de dar por sentado, como si se tratase de un superficie lisa y acabada que él gobierna a voluntad. El olvido y la posterior recuperación de la palabra llevaron al individuo a las fronteras del lenguaje, lo condujeron a las grutas de sí mismo, donde yace la fuente del lenguaje verdadero.
No es gratuito que Quignard señale al escritor como un explorador osado de la palabra. Finalmente, el escritor verdadero asume el lenguaje y se entrega a conocer los valles, los abismos y las cumbres que componen su geografía, a diferencia de aquellos que toman el lenguaje como algo concluido y llano. Tampoco es gratuito que señale al poeta como el gran detentador de la palabra. Como señala Juan Domingo Argüelles: “La biografía de un poeta está en sus libros mas auténticos, porque la verdadera poesía está hecha de vida. La invención y los juegos malabares pertenecen a un ámbito en el que la poesía no participa. En el mejor poema están las experiencias entrañables de quien escribe, de quien habla”.

lunes, 24 de enero de 2011

La suma de los años


A Ilah

Pasan los años. Ruedan por el río del tiempo sin prisa, sin demora, sin remedio. En ese caudal infatigable de hechos y sucesiones, la corriente arrastra entre sus sedimentos la historia y la memoria de los pueblos: dos de los asientos que integran su identidad colectiva, dos de las bases que sustentan la cultura de una época y que perfilan los hallazgos de su arte.
Aunque hermanadas por sus lazos con el pasado, la historia y la memoria no siempre coinciden. Las pretensiones de la primera exceden la simple enumeración de gestas y héroes de un pueblo. Contrario a lo que suele entenderse por historia, el estudio de los episodios nacionales consiste en algo más que una colección de fechas y personajes; consiste en examinar los antagonismos ideológicos, las rivalidades políticas, las relaciones de poder en la sociedad y su dinámica económica. En realidad, más que trazar una línea cronológica recta, la historia elabora la cartografía de un periodo, ubicando a los protagonistas y describiendo sus circunstancias, con la intención de encontrar las repercusiones de sus actos. En el fondo, se intenta comprender el engranaje del presente, articulado a partir de las oposiciones y afinidades de los actores del pasado. El juego de alternancias entre vencedores y vencidos, entre poderosos y subordinados, revela las tensiones e intereses que agitan y dinamizan a una sociedad.
            A diferencia del conocimiento histórico, la memoria colectiva no busca reflexionar ni sistematizar el pasado: entraña la vida cotidiana de los hombres y las mujeres de un pueblo. Los gestos compartidos por el grupo, sus costumbres y los giros y rasgos de su habla son prendas de la memoria de esa sociedad. Cada gesto en común, cada palabra y tradición popular aloja entre sus signos los vestigios de generaciones enteras. Más que vestigios, es válido hablar de resonancias vivas del patrimonio lingüístico y de la reverberación de conductas y de ideales. Así como la semilla no sólo guarda entre sus paredes el rostro latente de una flor, sino que lleva implícitas las adquisiciones y accidentes de su linaje; así, nuestras creencias y tradiciones, nuestras expresiones y lenguaje reproducen los patrones de conducta y de pensamiento que construyen nuestra cotidianeidad. Pero cabe aclarar que el presente no es una mera repetición de la memoria colectiva ni la ciega continuación de su legado. Es, sobre todo, una intrincada nervadura de pulsiones, de anhelos, afinidades y aversiones que delatan el pulso de una sociedad y revelan la intensidad de su temperamento.
            En ambos dominios, el artista se convierte en actor y espectador. Al exponer su obra, al hacerla pública, el creador participa en los eventos que conciertan su momento histórico. Los signos y representaciones alusivos a ese periodo pueden no ser evidentes en el trabajo del artista, mas no por ello son ajenos al entramado de agitaciones e intereses que conforman su presente. El tema elegido y los medios empleados ─pintura, escultura, instalación, video, entre otros─, la técnica y el mensaje, todo forma parte del discurso estético e ideológico del artista; discurso que muchas veces se halla sujeto al capricho de la moda y a las tendencias dominantes del mercado. A pesar de esta volubilidad del ambiente artístico, que tan pronto alaba como desdeña las propuestas, y no obstante la obvia diferencia que separa a una obra de la otra, en el fondo hay una base compartida por la mayoría de las creaciones, una “vitalidad de los tiempos”, como la llama Ortega y Gasset, que anima y permea la producción artística. Vista al trasluz, la obra es en realidad una caja de resonancia de las inclinaciones culturales de la época.
            La obra no es sólo un documento o una reliquia de valor histórico dispuesta pasivamente en la pared de una galería o en el corredor de algún museo. La obra es un mecanismo dinámico de formas y significaciones, de materiales y sensaciones, concebido para provocar una interlocución con el espectador. Como cualquier acto humano, la creación artística es un producto inacabado. La pieza exhibida no se basta a sí misma: es el rudimento de una maquinaria más sofisticada, que requiere la complicidad del espectador para completar su engranaje de signos. Dispositivo de reflejos y revelaciones, la obra incita al espectador a descubrir territorios desconocidos de su intimidad y a usar la pieza artística como espejo de su mundo subjetivo. Superado el gusto o el desconcierto inicial frente a la obra, el espectador es invitado a encarar sus percepciones y a reconocerse en el mecanismo formal y simbólico que el autor compuso para esclarecer, asimismo, su propia intimidad. Porque, al final, la obra nace con el artista, pero sólo renueva su sentido y conserva su valor cuando el espectador se reconoce en ella.
Por otro lado, sería erróneo suponer que el trabajo del autor se puede reducir a un elaborado muestrario de sus ideales estéticos e influencias artísticas. Tampoco cabría interpretar las piezas como un simple armazón de materiales sobrepuestos con pericia, en que el azar, la ocurrencia y la intuición guían la mano del artista, pero le niegan a la obra un sentido mayor. La obra, de igual modo, es más que un escenario donde se subliman las pulsiones clandestinas del autor o donde éste purga su pasado. En cierta medida, cada pieza sirve al creador para reelaborar los yacimientos de su experiencia y transformar el tosco material de su realidad inmediata en un mecanismo cuyas formas, usos y reglas sean accesibles al espectador. Por medio de la creación, el autor testimonia su presencia en el mundo y apunta la ruta de sus vivencias y de sus hallazgos artísticos. Sin embargo, las capas que conforman la obra no se limitan al sustrato personal y técnico del autor. Una vez que se ahonda en la pieza y a medida que se desentrañan sus filones y vetas individuales, comienzan a asomar las venas colectivas de la creación. Los trazos y planos de una pintura, los volúmenes y texturas de una escultura, los materiales y formatos de una instalación, las secuencias y sonoridades de un video, en todos ─a pesar de sus evidentes diferencias─ se divisan los horizontes en común de la generación que los alumbra.

Cruce del pasado y del presente de un pueblo, cada generación delata en el vigor de sus creaciones y en la gravedad de su deterioro el empuje de la sociedad que la gestó. Encargadas de preservar la continuidad del tejido social, pero sobre todo de renovarlo, el vigor de las generaciones revela la determinación y la vitalidad colectivas para afrontar sus circunstancias actuales. Las hazañas pretéritas de un país, sus victorias, las proezas de sus héroes y el fervor de sus mártires por las causas nacionales acusan los esplendores anteriores de un pueblo, son ramas de un árbol cuyo follaje aflora y se marchita con las estaciones; a cada verdor sigue un tiempo de palidez, hasta que la siguiente primavera se anuncia. Cada generación de artistas encara la realidad de su momento histórico de diferente modo. La hondura de su visión y los puentes que tienden hacia quienes vendrán después que ellos aquilatan los méritos de las obras y de sus autores. En ese sentido, cabría preguntarse si la suma de los años es lo que enaltece la historia de un pueblo o si, en cambio, la profundidad de su mirada y el carácter de las empresas que acomete revelan la verdadera estatura de esa sociedad y anuncian la dimensión de su porvenir.
Víctor Uribe