lunes, 17 de junio de 2013

Díptico del silencio

La pintura de Martha Pacheco es exigente con el espectador, porque nos reta a observar lo que con frecuencia eludimos: la muerte, la locura, a nosotros mismos. Es arduo mirarnos de frente. Es aún más arduo encarnar la locura y aceptar un trastorno psiquiátrico para el que hay paliativos, pero no un remedio permanente. La artista lo sabe al lidiar cotidianamente con los demonios de sus propios padecimientos. Cuando se nombra a la locura, de algún modo queda en suspenso el temor que provoca. La palabra planta una frontera con la experiencia y en cierta medida la atenúa. La imagen, en cambio, burla el cerco del lenguaje y nos encara directamente con la fuente de nuestros miedos. Pero la mirada no sólo confronta, también revela.

El desafío en la pintura de Pacheco es plantarse frente a la locura y contemplarla, repasar su catálogo de gestos extraviados, de intenciones que se pierden en el incierto laberinto de una mueca o de unos ojos que naufragan en la inconciencia. En el trabajo de la pintora, la técnica y la composición no se supeditan a un discurso que abusa de las interpretaciones prestadas de alguno de los filósofos de moda entre la academia, ni se somete al repertorio de conceptos manidos hasta el cansancio por el mercado del arte. La obra de Martha Pacheco apuesta por el acto marginal y necesario en nuestros días de contemplar. De contemplar para comprender.    

Cuando visité la exposición, Excluidos y acallados, en el Museo de Arte Moderno, dos de sus retratos me parecieron particularmente sobrecogedores. En el primero, una mujer detiene la vista frente a ella, pero no mira, no observa. Unos lentes ovalados, discretos, ocultan sus ojos. Sus pensamientos o algo dentro de ella ocupan su atención, pero no es de este mundo lo que parece retenerla. En su sien se hospeda un magro racimo de cabellos oscuros. La luz que aclara su nuca desciende por la cabellera lacia y se detiene en el estampado de una prenda que bien podría ser una blusa o una bata.

La frente de la mujer es amplia y detiene un brillo sutil en la parte alta, cerca del nacimiento del cabello. La nariz cae ligeramente y el gesto que trazan sus labios también apunta hacia abajo. El perfil es rotundo en su soledad.

Cerca de la mujer hay un hombre sentado con la cabeza reclinada. No hay detalles en él, sólo manchas de color que anuncian canas y una tez morena. En el rostro se adivina una barba, pero es difícil precisar si no se trata de un espejismo de las sombras. De cara a él hay una mesa de esquinas desgastadas. Detrás, cortinas en las que se anuncia un pasillo o un patio. En la esquina de la habitación se entrevé otra persona, mas no sus facciones.
No hay movimiento en la habitación y la luz pálida semeja un velo de tonos carnosos. Los colores grises y los matices próximos a la piel dominan la escena.
Si hay una historia dentro del cuadro, ésta se encuentra en suspenso. Más que un relato latente, parece haber un deseo de la autora de observar, de reconocerse en medio de aquella habitación, de distanciarse de los otros personajes que pueblan el cuadro. El título de la obra, Autorretrato afocado, no hace sino confirmar mis suposiciones. Martha Pacheco se observa.

En el segundo óleo, Autorretrato desenfocado, la postura de la mujer es similar, pero los detalles de su expresión se ocultan detrás de velos de pintura que anuncian un rostro que no termina de pronunciarse. Este primer plano pareciera desvanecerse a propósito para que el hombre sentado en el pupitre cerca de ella gane relevancia en la imagen. Su ropa y la bata se suman a una atmósfera en la que se respira una sedante claridad. En el par de personajes no se adivina una voluntad que anime su quietud y su silencio. En su interior conspira un desierto. Al reservarse los pormenores de sus facciones y apuntar hacia el enfermo, Martha Pacheco contempla desde otro ángulo su propia locura. El otro es su espejo, igual que ellos son un reflejo para el propio espectador.  

Vistos como un díptico, ambos retratos figuran ser la cara y el anverso de una conciencia que se escruta, de una mirada que busca hallar lucidez en la oscuridad mental que temporalmente la domina. En esto radica el valor de la obra de Martha Pacheco: en el valor para observar, en la humildad para aceptar.

Víctor Uribe