sábado, 16 de julio de 2011

Esopo, Monterroso y el León

Confabuladas secretamente en contra del León, la Vaca, la Cabra y la insidiosa Oveja pactaron colaborar con él en sus cacerías por el monte, para ultimarlo al menor descuido. La voracidad y egoísmo del depredador lo justificaba, según ellas. Consciente de la preferencia de sus socias por las hierbas y las pasturas, éste aceptó la propuesta con cierta reticencia y sugirió, con la mejor disposición, que se repartieran en partes iguales a la presa.


Distraídas con el forraje que tapizaba el rumbo, las conspiradoras se dedicaron a comerlo y a quejarse de las malas condiciones del camino. En tanto, el León dio caza a un ciervo habilísimo, lo llevó con sus compañeras, lo dividió en cuatro y las invitó a degustarlo, de acuerdo con lo convenido.


Sorprendidas por la eficacia del León e impedidas para ejecutar su plan, la Vaca pretextó con evidente nerviosismo no poder dar bocado por hallarse a dieta. La Cabra, por su parte, se dijo aquejada por un fuerte dolor de muelas que le impedía masticar y a la Oveja sólo se le ocurrió balar y tirarse panza arriba. Sin mayor explicación, el León repartió varios zarpazos letales entre súplicas y ruegos de clemencia. Agradecido por el repentino festín, el León organizó con el resto de su manada un animado banquete.

Víctor Uribe

El León, la Vaca, la Cabra y la Oveja
Esopo
Juntáronse un León, una Cabra y una mansa Oveja a cazar en los montes y repartirse después fraternalmente las reses que apresaron. Bien pronto, con la ayuda de todos, se cazó una cierva hermosísima; y el León, dividida que la hubo en cuatro partes iguales, habló a sus compañeros del siguiente modo: "La primera de esas partes es para mí, porque me llamo León; me daréis la segunda porque soy el más fuerte; la tercera será también mía, porque valgo más que vosotros; y por lo que hace a la cuarta, el que la toque que haga su testamento."

Cuando se tiene la honradez de la vaca, la inocencia de la cabra y la mansedumbre de la oveja, no se debe formar sociedad con los leones.

La parte del León
Augusto Monterroso
La Vaca, la Cabra y la paciente Oveja se asociaron un día con el León para gozar alguna vez de una vida tranquila. pues las depredaciones del monstruo (como lo llamaban a sus espaldas) las mantenían en una atmósfera de angustia y zozobra de la que difícilmente podrían escapar como no fuera por las buenas.

Con la conocida habilidad cinegética de las cuatro, cierta tarde cazaron un ágil ciervo (cuya carne por supuesto repugnaba a la Vaca, a la Cabra y a la Oveja, acostumbradas como estaban a alimentarse con las hierbas que cogían) y de acuerdo con lo convenido dividieron el vasto cuerpo en partes iguales.

Aquí, profiriendo al unísono toda clase de quejas y aduciendo su indefensión y extrema debilidad, las tres se pusieron a vociferar acaloradamente, confabuladas de antemano para quedarse también con la parte del León, pues, como enseñaba la Hormiga, querían guardar algo más para los duros días de invierno.

Pero esta vez el León ni siquiera se tomó el trabajo de enumerar las sabidas razones por las cuales el ciervo le pertenecía a él solo, sino que se las comió allí mismo de una sentada, en medio de los largos gritos de ellas en se escuchaban expresiones como contrato social, constitución, derechos humanos y otras igualmente fuertes y decisivas.

sábado, 16 de abril de 2011

El nombre en la punta de la lengua: la verdad de la palabra



Víctor Uribe

En el relato bíblico de la creación, Yavé sólo concluye su obra creadora cuando la nombra: designa el día, la noche, el cielo, al hombre. Según la tradición judeo-cristiana, una de las tareas del hombre ─a imagen del demiurgo─ es nombrar a las especies que lo rodean, y de ese modo participar en la creación. De acuerdo con esta visión, hay una identidad entre la palabra y la cosa: nombrar da el ser.
En las prácticas de la magia y en los antiguos rituales, la correspondencia entre la palabra y el objeto permitía conocer y tener injerencia sobre éste. Invocar la lluvia, por ejemplo, implicaba recibir sus favores o atenuar sus perjuicios. La palabra no operaba como una cadena arbitraria de sonidos que sólo aludían a un objeto, sino que formaban parte de él; de hecho, eran su esencia. La paulatina escisión del hombre respecto de su entorno, el abandono de lo sagrado como principio ordenador del mundo y el actual predominio del significado que se construye a partir de premisas culturales, ponen de manifiesto lo fortuito de la palabra y del lenguaje. El lenguaje se adquiere, no forma parte del objeto ni es una estructura que se articule de forma innata en quien lo enuncia. En esa medida, la palabra se aprende y depende de los laberintos de la memoria para ser pronunciada. Pero hay momentos en que la palabra o el nombre ronda el recuerdo, permite adivinar su presencia, pero se queda a la deriva, en la punta de la lengua.
El libro de Pascal Quignard, Le nom sur la bout de la langue (El nombre en la punta de la lengua), penetra en los territorios en los que la palabra huye de la voluntad y se niega a ser enunciada. Con reminiscencias de la literatura tradicional, el libro abre con el relato de Björn el sastre y Colbrune la bordadora. La felicidad y el amor de ambos dependen de que ella pronuncie el nombre de Heidebic de Hel, el señor del infierno, quien posibilita el matrimonio de la pareja. Luego de un año de su encuentro, la bordadora debe decir el nombre de su benefactor, de otro modo tendrá que abandonar a su marido el sastre y desposar al señor del inframundo. La historia se ubica en Normandía, cerca del año 900, en una época sin escritura. De ahí la importancia de recordar, y de ahí que Björn deba descender repetidamente al inframundo para rescatar el nombre de Heidebic de Hel.
El relato de Colbrune y Björn funciona como una suerte de alegoría sobre la memoria y la palabra, que posteriormente dará pie para que Pascal Quignard aborde en la segunda parte del libro, titulada Petit traité sur Méduse (Pequeño tratado sobre Medusa), los límites del lenguaje. La imagen con la cual el autor inicia su reflexión es evocadora: su madre en silencio, con la mirada ajena a él y a sus hermanos, busca una palabra que vaga por su memoria: “Tout s’arrêtait soudain. Plus rien n’existait soudain (Todo se detenía de pronto. Nada más existía de pronto).” ¿Dónde se encuentran las palabras que conocemos, pero que nos escapan?
La respuesta no es sencilla. Quignard toma dos cauces principales para aproximar una solución o, por lo menos, para ensayar una explicación a partir de su experiencia como escritor. La primera tiene que ver con la memoria y la naturaleza del lenguaje. La segunda se relaciona con el silencio que rodea a la palabra.
Si recordar consistiera únicamente en traer de la memoria los datos, las imágenes y las vivencias que alguna vez experimentamos o las cuales conocimos por otros medios, el acto de la evocación rara vez presentaría alguna dificultad. La capacidad de recordar no sólo se vincula con almacenar, clasificar y poner a disposición de la conciencia el material solicitado; según Quignard, se trata de elegir aquello que se retendrá y aquello que se entregará al olvido. Si algo explica el olvido, no es la falta de uso o la poca relevancia del material desterrado de la conciencia; es, por el contrario, aquello fundamental, aquello que nos funda como personas, lo que se condena al exilio y se le niega la posibilidad de ser evocado. Para el autor, tanto la palabra como el recuerdo pueden identificarse con la alucinación. A pesar de su apariencia verosímil y de su textura próxima a lo real, ni la alucinación ni la palabra son verdaderas. Y no lo son en tanto su presencia es sólo imagen y sensación, pero no son ni la cosa ni la situación a la que se refieren. Éstas se hallan fuera de nosotros o han pasado, se han perdido. Podemos retener en nosotros algunos aspectos de ellas, su color, su forma, el contexto en el que tuvieron lugar o la emoción que nos produjeron, pero no más. Por eso Quignard trae a cuento a Freud, al citarlo: “La pensé n’est pas autre chose que le substitut du désir hallucinatoire? (¿No es el pensamiento sino un sustituto del deseo alucinatorio?)”.
La pregunta que plantea Quignard, en boca de Freud, no se queda en el plano individual, su resonancia se extiende hacia toda la cultura: ¿acaso tiene realidad lo que decimos, el lenguaje mismo? ¿La civilización que a diario padecemos y construimos no es sino una alucinación, un largo sueño, como apuntaría Calderón de la Barca? En apariencia, el nombre en la punta de la lengua sólo sería un añadido curioso que se suma a esta realidad infundada, insostenible. Revelaría, asimismo, la fragilidad del lenguaje ─el cual no nos pertenece─ y señalaría las fisuras de nuestra fisiología. No obstante, este olvido en apariencia azaroso revela una clave importante: nos descubre a nosotros mismos y al mundo.
Aunque parezca paradójico, en el silencio que rodea el olvido resuena lo fundamental del lenguaje, su verdad. Para Quignard la palabra busca reunirse con aquello que escapa de ella, y en ello hay una cierta nostalgia. ¿Pero nostalgia de qué? Hay un momento en la vida de todo individuo en la cual la experiencia no tiene por intermediaria a la palabra: la infancia es ese momento. En esta etapa la relación con el mundo es directa, clara, intensa. Según el autor, la inmadurez neuronal no es la que ha impedido que retengamos las vivencias de la infancia, como tampoco es esa inmadurez lo que ha estorbado el recuerdo de nuestro origen, desde el momento de nuestra concepción, hasta la historia filogenética que nos antecede. Más bien, hemos aprendido a olvidar. Cuando el escritor busca la palabra que le escapa, cuando se adentra en ese silencio envolvente y comienza a entregarse a las asonancias y las asociaciones que le permiten llegar por rutas vecinas a la palabra buscada, y cuando finalmente da con ella, el escritor hace de la ausencia inicial una revelación. La palabra es suya y él es de la palabra. El lenguaje deja de ser alucinación y encubrimiento, pues se le ha dejado de dar por sentado, como si se tratase de un superficie lisa y acabada que él gobierna a voluntad. El olvido y la posterior recuperación de la palabra llevaron al individuo a las fronteras del lenguaje, lo condujeron a las grutas de sí mismo, donde yace la fuente del lenguaje verdadero.
No es gratuito que Quignard señale al escritor como un explorador osado de la palabra. Finalmente, el escritor verdadero asume el lenguaje y se entrega a conocer los valles, los abismos y las cumbres que componen su geografía, a diferencia de aquellos que toman el lenguaje como algo concluido y llano. Tampoco es gratuito que señale al poeta como el gran detentador de la palabra. Como señala Juan Domingo Argüelles: “La biografía de un poeta está en sus libros mas auténticos, porque la verdadera poesía está hecha de vida. La invención y los juegos malabares pertenecen a un ámbito en el que la poesía no participa. En el mejor poema están las experiencias entrañables de quien escribe, de quien habla”.

lunes, 24 de enero de 2011

La suma de los años


A Ilah

Pasan los años. Ruedan por el río del tiempo sin prisa, sin demora, sin remedio. En ese caudal infatigable de hechos y sucesiones, la corriente arrastra entre sus sedimentos la historia y la memoria de los pueblos: dos de los asientos que integran su identidad colectiva, dos de las bases que sustentan la cultura de una época y que perfilan los hallazgos de su arte.
Aunque hermanadas por sus lazos con el pasado, la historia y la memoria no siempre coinciden. Las pretensiones de la primera exceden la simple enumeración de gestas y héroes de un pueblo. Contrario a lo que suele entenderse por historia, el estudio de los episodios nacionales consiste en algo más que una colección de fechas y personajes; consiste en examinar los antagonismos ideológicos, las rivalidades políticas, las relaciones de poder en la sociedad y su dinámica económica. En realidad, más que trazar una línea cronológica recta, la historia elabora la cartografía de un periodo, ubicando a los protagonistas y describiendo sus circunstancias, con la intención de encontrar las repercusiones de sus actos. En el fondo, se intenta comprender el engranaje del presente, articulado a partir de las oposiciones y afinidades de los actores del pasado. El juego de alternancias entre vencedores y vencidos, entre poderosos y subordinados, revela las tensiones e intereses que agitan y dinamizan a una sociedad.
            A diferencia del conocimiento histórico, la memoria colectiva no busca reflexionar ni sistematizar el pasado: entraña la vida cotidiana de los hombres y las mujeres de un pueblo. Los gestos compartidos por el grupo, sus costumbres y los giros y rasgos de su habla son prendas de la memoria de esa sociedad. Cada gesto en común, cada palabra y tradición popular aloja entre sus signos los vestigios de generaciones enteras. Más que vestigios, es válido hablar de resonancias vivas del patrimonio lingüístico y de la reverberación de conductas y de ideales. Así como la semilla no sólo guarda entre sus paredes el rostro latente de una flor, sino que lleva implícitas las adquisiciones y accidentes de su linaje; así, nuestras creencias y tradiciones, nuestras expresiones y lenguaje reproducen los patrones de conducta y de pensamiento que construyen nuestra cotidianeidad. Pero cabe aclarar que el presente no es una mera repetición de la memoria colectiva ni la ciega continuación de su legado. Es, sobre todo, una intrincada nervadura de pulsiones, de anhelos, afinidades y aversiones que delatan el pulso de una sociedad y revelan la intensidad de su temperamento.
            En ambos dominios, el artista se convierte en actor y espectador. Al exponer su obra, al hacerla pública, el creador participa en los eventos que conciertan su momento histórico. Los signos y representaciones alusivos a ese periodo pueden no ser evidentes en el trabajo del artista, mas no por ello son ajenos al entramado de agitaciones e intereses que conforman su presente. El tema elegido y los medios empleados ─pintura, escultura, instalación, video, entre otros─, la técnica y el mensaje, todo forma parte del discurso estético e ideológico del artista; discurso que muchas veces se halla sujeto al capricho de la moda y a las tendencias dominantes del mercado. A pesar de esta volubilidad del ambiente artístico, que tan pronto alaba como desdeña las propuestas, y no obstante la obvia diferencia que separa a una obra de la otra, en el fondo hay una base compartida por la mayoría de las creaciones, una “vitalidad de los tiempos”, como la llama Ortega y Gasset, que anima y permea la producción artística. Vista al trasluz, la obra es en realidad una caja de resonancia de las inclinaciones culturales de la época.
            La obra no es sólo un documento o una reliquia de valor histórico dispuesta pasivamente en la pared de una galería o en el corredor de algún museo. La obra es un mecanismo dinámico de formas y significaciones, de materiales y sensaciones, concebido para provocar una interlocución con el espectador. Como cualquier acto humano, la creación artística es un producto inacabado. La pieza exhibida no se basta a sí misma: es el rudimento de una maquinaria más sofisticada, que requiere la complicidad del espectador para completar su engranaje de signos. Dispositivo de reflejos y revelaciones, la obra incita al espectador a descubrir territorios desconocidos de su intimidad y a usar la pieza artística como espejo de su mundo subjetivo. Superado el gusto o el desconcierto inicial frente a la obra, el espectador es invitado a encarar sus percepciones y a reconocerse en el mecanismo formal y simbólico que el autor compuso para esclarecer, asimismo, su propia intimidad. Porque, al final, la obra nace con el artista, pero sólo renueva su sentido y conserva su valor cuando el espectador se reconoce en ella.
Por otro lado, sería erróneo suponer que el trabajo del autor se puede reducir a un elaborado muestrario de sus ideales estéticos e influencias artísticas. Tampoco cabría interpretar las piezas como un simple armazón de materiales sobrepuestos con pericia, en que el azar, la ocurrencia y la intuición guían la mano del artista, pero le niegan a la obra un sentido mayor. La obra, de igual modo, es más que un escenario donde se subliman las pulsiones clandestinas del autor o donde éste purga su pasado. En cierta medida, cada pieza sirve al creador para reelaborar los yacimientos de su experiencia y transformar el tosco material de su realidad inmediata en un mecanismo cuyas formas, usos y reglas sean accesibles al espectador. Por medio de la creación, el autor testimonia su presencia en el mundo y apunta la ruta de sus vivencias y de sus hallazgos artísticos. Sin embargo, las capas que conforman la obra no se limitan al sustrato personal y técnico del autor. Una vez que se ahonda en la pieza y a medida que se desentrañan sus filones y vetas individuales, comienzan a asomar las venas colectivas de la creación. Los trazos y planos de una pintura, los volúmenes y texturas de una escultura, los materiales y formatos de una instalación, las secuencias y sonoridades de un video, en todos ─a pesar de sus evidentes diferencias─ se divisan los horizontes en común de la generación que los alumbra.

Cruce del pasado y del presente de un pueblo, cada generación delata en el vigor de sus creaciones y en la gravedad de su deterioro el empuje de la sociedad que la gestó. Encargadas de preservar la continuidad del tejido social, pero sobre todo de renovarlo, el vigor de las generaciones revela la determinación y la vitalidad colectivas para afrontar sus circunstancias actuales. Las hazañas pretéritas de un país, sus victorias, las proezas de sus héroes y el fervor de sus mártires por las causas nacionales acusan los esplendores anteriores de un pueblo, son ramas de un árbol cuyo follaje aflora y se marchita con las estaciones; a cada verdor sigue un tiempo de palidez, hasta que la siguiente primavera se anuncia. Cada generación de artistas encara la realidad de su momento histórico de diferente modo. La hondura de su visión y los puentes que tienden hacia quienes vendrán después que ellos aquilatan los méritos de las obras y de sus autores. En ese sentido, cabría preguntarse si la suma de los años es lo que enaltece la historia de un pueblo o si, en cambio, la profundidad de su mirada y el carácter de las empresas que acomete revelan la verdadera estatura de esa sociedad y anuncian la dimensión de su porvenir.
Víctor Uribe