sábado, 16 de abril de 2011

El nombre en la punta de la lengua: la verdad de la palabra



Víctor Uribe

En el relato bíblico de la creación, Yavé sólo concluye su obra creadora cuando la nombra: designa el día, la noche, el cielo, al hombre. Según la tradición judeo-cristiana, una de las tareas del hombre ─a imagen del demiurgo─ es nombrar a las especies que lo rodean, y de ese modo participar en la creación. De acuerdo con esta visión, hay una identidad entre la palabra y la cosa: nombrar da el ser.
En las prácticas de la magia y en los antiguos rituales, la correspondencia entre la palabra y el objeto permitía conocer y tener injerencia sobre éste. Invocar la lluvia, por ejemplo, implicaba recibir sus favores o atenuar sus perjuicios. La palabra no operaba como una cadena arbitraria de sonidos que sólo aludían a un objeto, sino que formaban parte de él; de hecho, eran su esencia. La paulatina escisión del hombre respecto de su entorno, el abandono de lo sagrado como principio ordenador del mundo y el actual predominio del significado que se construye a partir de premisas culturales, ponen de manifiesto lo fortuito de la palabra y del lenguaje. El lenguaje se adquiere, no forma parte del objeto ni es una estructura que se articule de forma innata en quien lo enuncia. En esa medida, la palabra se aprende y depende de los laberintos de la memoria para ser pronunciada. Pero hay momentos en que la palabra o el nombre ronda el recuerdo, permite adivinar su presencia, pero se queda a la deriva, en la punta de la lengua.
El libro de Pascal Quignard, Le nom sur la bout de la langue (El nombre en la punta de la lengua), penetra en los territorios en los que la palabra huye de la voluntad y se niega a ser enunciada. Con reminiscencias de la literatura tradicional, el libro abre con el relato de Björn el sastre y Colbrune la bordadora. La felicidad y el amor de ambos dependen de que ella pronuncie el nombre de Heidebic de Hel, el señor del infierno, quien posibilita el matrimonio de la pareja. Luego de un año de su encuentro, la bordadora debe decir el nombre de su benefactor, de otro modo tendrá que abandonar a su marido el sastre y desposar al señor del inframundo. La historia se ubica en Normandía, cerca del año 900, en una época sin escritura. De ahí la importancia de recordar, y de ahí que Björn deba descender repetidamente al inframundo para rescatar el nombre de Heidebic de Hel.
El relato de Colbrune y Björn funciona como una suerte de alegoría sobre la memoria y la palabra, que posteriormente dará pie para que Pascal Quignard aborde en la segunda parte del libro, titulada Petit traité sur Méduse (Pequeño tratado sobre Medusa), los límites del lenguaje. La imagen con la cual el autor inicia su reflexión es evocadora: su madre en silencio, con la mirada ajena a él y a sus hermanos, busca una palabra que vaga por su memoria: “Tout s’arrêtait soudain. Plus rien n’existait soudain (Todo se detenía de pronto. Nada más existía de pronto).” ¿Dónde se encuentran las palabras que conocemos, pero que nos escapan?
La respuesta no es sencilla. Quignard toma dos cauces principales para aproximar una solución o, por lo menos, para ensayar una explicación a partir de su experiencia como escritor. La primera tiene que ver con la memoria y la naturaleza del lenguaje. La segunda se relaciona con el silencio que rodea a la palabra.
Si recordar consistiera únicamente en traer de la memoria los datos, las imágenes y las vivencias que alguna vez experimentamos o las cuales conocimos por otros medios, el acto de la evocación rara vez presentaría alguna dificultad. La capacidad de recordar no sólo se vincula con almacenar, clasificar y poner a disposición de la conciencia el material solicitado; según Quignard, se trata de elegir aquello que se retendrá y aquello que se entregará al olvido. Si algo explica el olvido, no es la falta de uso o la poca relevancia del material desterrado de la conciencia; es, por el contrario, aquello fundamental, aquello que nos funda como personas, lo que se condena al exilio y se le niega la posibilidad de ser evocado. Para el autor, tanto la palabra como el recuerdo pueden identificarse con la alucinación. A pesar de su apariencia verosímil y de su textura próxima a lo real, ni la alucinación ni la palabra son verdaderas. Y no lo son en tanto su presencia es sólo imagen y sensación, pero no son ni la cosa ni la situación a la que se refieren. Éstas se hallan fuera de nosotros o han pasado, se han perdido. Podemos retener en nosotros algunos aspectos de ellas, su color, su forma, el contexto en el que tuvieron lugar o la emoción que nos produjeron, pero no más. Por eso Quignard trae a cuento a Freud, al citarlo: “La pensé n’est pas autre chose que le substitut du désir hallucinatoire? (¿No es el pensamiento sino un sustituto del deseo alucinatorio?)”.
La pregunta que plantea Quignard, en boca de Freud, no se queda en el plano individual, su resonancia se extiende hacia toda la cultura: ¿acaso tiene realidad lo que decimos, el lenguaje mismo? ¿La civilización que a diario padecemos y construimos no es sino una alucinación, un largo sueño, como apuntaría Calderón de la Barca? En apariencia, el nombre en la punta de la lengua sólo sería un añadido curioso que se suma a esta realidad infundada, insostenible. Revelaría, asimismo, la fragilidad del lenguaje ─el cual no nos pertenece─ y señalaría las fisuras de nuestra fisiología. No obstante, este olvido en apariencia azaroso revela una clave importante: nos descubre a nosotros mismos y al mundo.
Aunque parezca paradójico, en el silencio que rodea el olvido resuena lo fundamental del lenguaje, su verdad. Para Quignard la palabra busca reunirse con aquello que escapa de ella, y en ello hay una cierta nostalgia. ¿Pero nostalgia de qué? Hay un momento en la vida de todo individuo en la cual la experiencia no tiene por intermediaria a la palabra: la infancia es ese momento. En esta etapa la relación con el mundo es directa, clara, intensa. Según el autor, la inmadurez neuronal no es la que ha impedido que retengamos las vivencias de la infancia, como tampoco es esa inmadurez lo que ha estorbado el recuerdo de nuestro origen, desde el momento de nuestra concepción, hasta la historia filogenética que nos antecede. Más bien, hemos aprendido a olvidar. Cuando el escritor busca la palabra que le escapa, cuando se adentra en ese silencio envolvente y comienza a entregarse a las asonancias y las asociaciones que le permiten llegar por rutas vecinas a la palabra buscada, y cuando finalmente da con ella, el escritor hace de la ausencia inicial una revelación. La palabra es suya y él es de la palabra. El lenguaje deja de ser alucinación y encubrimiento, pues se le ha dejado de dar por sentado, como si se tratase de un superficie lisa y acabada que él gobierna a voluntad. El olvido y la posterior recuperación de la palabra llevaron al individuo a las fronteras del lenguaje, lo condujeron a las grutas de sí mismo, donde yace la fuente del lenguaje verdadero.
No es gratuito que Quignard señale al escritor como un explorador osado de la palabra. Finalmente, el escritor verdadero asume el lenguaje y se entrega a conocer los valles, los abismos y las cumbres que componen su geografía, a diferencia de aquellos que toman el lenguaje como algo concluido y llano. Tampoco es gratuito que señale al poeta como el gran detentador de la palabra. Como señala Juan Domingo Argüelles: “La biografía de un poeta está en sus libros mas auténticos, porque la verdadera poesía está hecha de vida. La invención y los juegos malabares pertenecen a un ámbito en el que la poesía no participa. En el mejor poema están las experiencias entrañables de quien escribe, de quien habla”.