lunes, 13 de diciembre de 2010

Max Ernst: estampas de la inconciencia

La palabra “reuso” se suele asociar en la actualidad a las prácticas de conservación ambiental, en las cuales a los materiales de desecho se les da una utilidad distinta a la que tenían originalmente. La idea, en sí, no es nueva. Por lo menos no en el terreno del arte. El collage moderno aplicó este principio a comienzos del siglo XX: los creadores tomaron imágenes o materiales triviales y los combinaron con la pintura o la gráfica para generar obras insólitas.
            Max Ernst fue uno de los maestros del collage. Nacido en Alemania, pero naturalizado estadounidense y francés tras la Segunda Guerra Mundial, este fundador del movimiento surrealista trabajó con grabados e ilustraciones de varias novelas decimonónicas y las transformó en una galería de ensoñaciones desconcertantes. Las láminas que el artista tomó de los folletines por entregas pasaron de ser escenas acartonadas de los amores y costumbres de la vida burguesa de finales del siglo XIX, a concitar imágenes que reflejaban el anverso de los valores e ideales de esa sociedad: el poder, el sinsentido, la destrucción y la sexualidad manifiesta se tejían en estampas sin aparente lógica; o mejor sería decir, con la peculiar lógica de los sueños.
            Igual que André Breton, Paul Eluard, René Magritte y el resto de los creadores surrealistas, Max Ernst encontró en la asociación libre y en los hallazgos del inconsciente la clave de su obra creativa. Inspirados por los descubrimientos de Freud y el psicoanálisis acerca de los mecanismos e impulsos ocultos de la mente, los surrealistas buscaron oponer al férreo racionalismo de la burguesía un arte confrontador, paradójico y espontáneo. Las asociaciones inusitadas eran la norma: los relojes derretidos de Dalí, los vasos comunicantes de Breton, el peñasco en medio de una habitación pintado por Magritte.
            Si Picasso y Georges Braque fueron los precursores del collage moderno, Max Ernst fue uno de sus representantes más agudos e innovadores. De sus trabajos con esta técnica sobresalen las novelas gráficas La mujer de cien cabezas, Sueño de una niña que quiso entrar en el Carmelo y Una semana de bondad. (Los trabajos originales de esta última obra, por cierto, se expusieron en el Museo Nacional de Arte desde agosto hasta diciembre de 2010.) A diferencia de otros creadores, para quienes el collage supuso un juego de formas, texturas y materiales, para Ernst fue una forma de realizar una honda crítica a la moral y el pensamiento de su época. Si se apropió de los materiales ajenos, sólo fue para trasvasar en una imagen su visión sobre los excesos de las instituciones y los poderes patriarcales. Por momentos ensoñación, por momentos pesadilla, los collages de Max Ernst son el reverso de un espejo en cuya superficie no queremos vernos, por temor a reconocer ese rostro sombrió que habita en el fondo de nuestra conciencia.


Víctor Uribe

jueves, 9 de diciembre de 2010

Los pilares de la palabra

A Ilah

Antes de ser palabra, la poesía fue imagen, y aun más, fue revelación súbita de un instante. El verso es posterior, y el armazón de recursos que lo sostienen ─como el ritmo y la metáfora, el estilo y la cadencia─ sólo sirve al poeta para intentar recrear su vivencia original. Trasladar al lenguaje esa dilatación repentina de la realidad no es siempre algo inmediato. Entre la revelación inicial y el acto de escribir pueden pasar días, meses, incluso años. Hay poetas fecundos y otros que aguardan décadas para encontrar el temple de sus palabras. Carlos Skliar pertenece a los segundos. Entre su primer poemario y la publicación de Hilos después transcurrieron dieciocho años. Y no es que el impulso poético hubiera abandonado al autor, por el contrario, como ocurre con el relámpago, un hondo pero momentáneo silencio preludió el estruendo.
            La encordadura de cualquier poema está hecha de palabras y de pausas, de imágenes y evocaciones. La combinación del primer par dicta la musicalidad del poema: es la arquitectura sonora del verso sostenida por la métrica, la acentuación y la tesitura de los vocablos. Al leerse o pronunciarse, en la palabra reverbera el sonido del mundo, resuena el eco de los momentos vividos y sus sensaciones. Las imágenes y lo evocado, en cambio, determinan el sentido del poema. Al nombrar las cosas, una malla de significados y connotaciones nos aproxima a los objetos y a las situaciones aludidas. En apariencia, bastaría articular un puñado de sílabas para aprehender el andamiaje material, afectivo y sensorial que sostiene al instante. Sin embargo, como nos recuerda con insistencia la voz poética a lo largo del libro:

            Detrás de toda palabra
            hay una boca seca rumiante
            que aún no decide
            su intención su expresión

            Al percibir las grietas que hay entre la palabra y la cosa, la voz poética desconfía de sus propias herramientas para abordar la realidad. Nombrar no implica ser. Así como la sombra delata con su opacidad el cuerpo que la proyecta, pero carece de las encarnaciones y del aliento que animan a la persona, así la palabra, aunque retumbe con vivacidad, apenas será el eco o la estela sonora de lo nombrado. Estamos lejos de la identidad mágica de otros tiempos, cuando la unidad entre la palabra y el objeto apenas era discernible y cuando nombrar el viento o invocar la lluvia suponía tener influencia sobre ellos. Hoy se nombra los objetos, pero éstos callan. Así, verso tras verso, aunque no sin recelo, la voz poética se sirve del lenguaje para intentar acercarse a la experiencia germinal del poema. Sin embargo, entre lo vivido y lo escrito inevitablemente algo se extravía, la idea se oculta, el recuerdo se disipa, la frase enmudece antes de encarar la página. A pesar de su aparente insolvencia para recrear el instante, el poeta recurre a la palabra porque sólo cuenta con ella para allegarse a su intención de expresar, de reavivar, de reconocerse.

La palabra que designa la vida
            se ha vuelto arena después de manos
            sepulcro antes que infancia
            decrépita luz de luna perdida

            Las palabras del poema son apenas unas cuantas hebras en el telar del lenguaje. El poeta lo sabe y acepta sus limitaciones ante la lengua que heredó. Reconoce, además, que los patrones verbales y el entramado de conceptos que las generaciones anteriores tejieron para representar su realidad terminaron mellados por el tiempo. Acaparados por la costumbre y cada vez más distantes de la inmediatez del cuerpo y de lo real, términos como amor, libertad, conocimiento y verdad no sólo se volvieron tediosos de pronunciar, también han visto menguadas su vitalidad y vigencia y se han convertido en hábitos verbales anodinos. Hacer de los conceptos un equivalente del mundo tangible fue y ha sido un craso error cultural. La realidad es una trama compleja y cambiante que no se deja apresar en unos cuantos filamentos. Lo real es una urdimbre de objetos, de seres y de relaciones, imposible de reducir a un puñado de vocablos y de representaciones. Sea por soberbia o por indolencia, se ha creído poder domesticar la incertidumbre y lo transitorio nombrándolos. La palabra, el adjetivo, el verbo están lejos de ser una morada sólida y permanente para nuestra experiencia; son, más bien, una ventana por la cual podemos comenzar a asomarnos a la vida.

        La primera palabra es farsa
        porque redujo a lengua a dientes
una inmensidad de amores
una tempestad de pieles
que no pudieron soportar
ni la dilación ni la cerrazón
de sus propias médulas

Cuando la voz poética señala las fracturas en la relación entre la palabra y la realidad, no sólo acusa las carencias y los excesos de un discurso cultural atrofiado; en el tono de los versos se alcanza a entrever que ese afán por descreer de las certezas y ese ahínco con el que pone en evidencia la abulia y la indiferencia general no recae únicamente en el lector, en el otro: la voz poética padece lo que denuncia, es observador y partícipe. Al ser el lenguaje uno de los pilares fundamentales de la civilización y al estar presente hasta en el último rincón de la actividad humana, se suele pasar por alto que su relación con el mundo sólo es de ida, más no de vuelta. Cuando llamamos al mundo, éste no responde: no tendría por qué hacerlo en nuestros términos. El vínculo inmediato con lo que nos rodea difícilmente se alcanza a sostener sólo con signos y abstracciones. Se necesita regresar al cuerpo y encarar de frente y con la voluntad desnuda la incertidumbre.
Que el hombre haya nombrado algunos de los hilos con los cuales se teje la realidad, no significa que sea capaz de abarcarla y dominarla sólo con vocablos. Para reconocer lo real hay que interpretar el entorno, hay que traducirlo y hallarle un equivalente sonoro e imaginario para poder manipularlo. El riesgo de esta operación es caer en simulaciones y engaños, en especial cuando tomamos los filamentos más vistosos de un suceso y los encumbramos como lo único verdadero. Pero como el poeta no se cansa de señalar, hay hilos que nos escapan: su vaguedad se resiste a nuestros ojos y el confuso vaivén de sus nudos no se deja desliar por nuestras manos. ¿Qué hacer entonces? Como Samuel Beckett descubrió ante la inmensidad literaria de James Joyce, su mentor y amigo, hay que optar por la ignorancia cuando todos los caminos parecen ya transitados. Aceptar nuestra ignorancia es la oportunidad de observar de nuevo el mundo, pero esta vez con la mirada clara:

Porque es demasiado cierto
que ciertas cosas
prefieren no ser comprendidas


*Carlos Skliar, Hilos después, Marmol/Izquierdo, Buenos Aires, 2009