La pintura de Martha Pacheco es exigente con el
espectador, porque nos reta a observar lo que con frecuencia eludimos: la
muerte, la locura, a nosotros mismos. Es arduo mirarnos de frente. Es aún más
arduo encarnar la locura y aceptar un trastorno psiquiátrico para el que hay
paliativos, pero no un remedio permanente. La artista lo sabe al lidiar
cotidianamente con los demonios de sus propios padecimientos. Cuando se nombra
a la locura, de algún modo queda en suspenso el temor que provoca. La palabra
planta una frontera con la experiencia y en cierta medida la atenúa. La imagen,
en cambio, burla el cerco del lenguaje y nos encara directamente con la fuente
de nuestros miedos. Pero la mirada no sólo confronta, también revela.
El desafío en
la pintura de Pacheco es plantarse frente a la locura y contemplarla, repasar
su catálogo de gestos extraviados, de intenciones que se pierden en el incierto
laberinto de una mueca o de unos ojos que naufragan en la inconciencia. En el
trabajo de la pintora, la técnica y la composición no se supeditan a un
discurso que abusa de las interpretaciones prestadas de alguno de los filósofos
de moda entre la academia, ni se somete al repertorio de conceptos manidos
hasta el cansancio por el mercado del arte. La obra de Martha Pacheco apuesta
por el acto marginal y necesario en nuestros días de contemplar. De contemplar
para comprender.
Cuando visité
la exposición, Excluidos y acallados, en el Museo de Arte Moderno, dos de sus retratos
me parecieron particularmente sobrecogedores. En el primero, una mujer detiene
la vista frente a ella, pero no mira, no observa. Unos lentes ovalados,
discretos, ocultan sus ojos. Sus pensamientos o algo dentro de ella ocupan su
atención, pero no es de este mundo lo que parece retenerla. En su sien se
hospeda un magro racimo de cabellos oscuros. La luz que aclara su nuca
desciende por la cabellera lacia y se detiene en el estampado de una prenda que
bien podría ser una blusa o una bata.
La frente de
la mujer es amplia y detiene un brillo sutil en la parte alta, cerca del
nacimiento del cabello. La nariz cae ligeramente y el gesto que trazan sus
labios también apunta hacia abajo. El perfil es rotundo en su soledad.
Cerca de la mujer
hay un hombre sentado con la cabeza reclinada. No hay detalles en él, sólo
manchas de color que anuncian canas y una tez morena. En el rostro se adivina
una barba, pero es difícil precisar si no se trata de un espejismo de las
sombras. De cara a él hay una mesa de esquinas desgastadas. Detrás, cortinas en
las que se anuncia un pasillo o un patio. En la esquina de la habitación se entrevé
otra persona, mas no sus facciones.
No hay
movimiento en la habitación y la luz pálida semeja un velo de tonos carnosos.
Los colores grises y los matices próximos a la piel dominan la escena.
Si hay una
historia dentro del cuadro, ésta se encuentra en
suspenso. Más que un relato latente, parece haber un deseo de la autora de
observar, de reconocerse en medio de aquella habitación, de distanciarse de los
otros personajes que pueblan el cuadro. El título de la obra, Autorretrato afocado, no hace sino
confirmar mis suposiciones. Martha Pacheco se observa.
En el segundo
óleo, Autorretrato desenfocado, la
postura de la mujer es similar, pero los detalles de su expresión se ocultan
detrás de velos de pintura que anuncian un rostro que no termina de
pronunciarse. Este primer plano pareciera desvanecerse a propósito para que el
hombre sentado en el pupitre cerca de ella gane relevancia en la imagen. Su
ropa y la bata se suman a una atmósfera en la que se respira una sedante claridad.
En el par de personajes no se adivina una voluntad que anime su quietud y su
silencio. En su interior conspira un desierto. Al reservarse los pormenores de
sus facciones y apuntar hacia el enfermo, Martha Pacheco contempla desde otro
ángulo su propia locura. El otro es su espejo, igual que ellos son un reflejo
para el propio espectador.
Vistos como
un díptico, ambos retratos figuran ser la cara y el anverso de una conciencia
que se escruta, de una mirada que busca hallar lucidez en la oscuridad mental que
temporalmente la domina. En esto radica el valor de la obra de Martha Pacheco:
en el valor para observar, en la humildad para aceptar.