Salto
y ruptura
por Víctor Uribe
¿Dónde comienza lo humano? ¿Dónde
termina la civilización? ¿Es tajante la frontera entre el hombre y la
naturaleza? Debo a Freud mi primer vislumbre de estas preguntas y de la noción
de ese tenue umbral que continuamente cae y se recompone. Le debo esa incómoda
visión que denuncia cómo detrás del acto comedido, aguarda una jauría de
impulsos. Por más que se niegue, hay un legado animal que delata nuestra
procedencia. Pero, quizá, esta sombra se extienda más allá de la conducta del
individuo y arraigue en los cimientos de la especie. Es posible que abarque
también las obras que estimamos más ajenas a la naturaleza, como las ciudades.
Como
hijo de mi cultura y mi tiempo, la creencia de que las urbes son productos
enteramente humanos, ajenos a los mecanismos naturales, sufrió un vuelco a
partir de una serie de artículos publicados por el físico Geoffrey West y su
equipo del Instituto de Santa Fe, en Nuevo México. Al parecer, a las ciudades
del mundo las hermanan dinámicas que escapan a la técnica y la industria de una
sociedad, a su cultura específica, a los rasgos de su historia particular, de
su economía y de la geografía en que se asientan. El tejido de relaciones y
causas que vinculan a las megalópolis con organismos tan sencillos como las
bacterias (guardando las proporciones), habla de mecanismos esenciales y
profundos, compartidos por la generalidad de los seres vivos. La distinción
tajante entre cultura y biología, entre el ser humano y la naturaleza, que la
civilización occidental ha defendido durante siglos, ha sufrido continuos y
profundos embates cada vez que la ciencia revela una nueva arista de la
realidad.
En la historia del ser humano las
ciudades han tenido un papel fundamental en el desarrollo de su organización
social y en la generación y transmisión de sus conocimientos. La existencia de
las urbes es reciente, si se la compara con los millones de años que tardan los
procesos biológicos y geológicos en gestarse. Jericó, por ejemplo, apenas tiene
alrededor de 9,000 años de antigüedad. A pesar de su relativa novedad, la
dinámica de los centros urbanos ha modificado profundamente las relaciones del
ser humano con su entorno y con él mismo. Son su estructura más compleja y
conflictiva, a la vez que el eje de su riqueza material, tecnológica y
cultural. Además de ser los lugares donde se organiza y propicia la actividad
económica, política y social de los pueblos, paradójicamente las ciudades son
las causantes de la mayor parte de los graves problemas que enfrenta la
especie, aunque al mismo tiempo sea en ellas donde los conflictos más
apremiantes se resolverán, tal como ha ocurrido una y otra vez en el pasado.
Hace aproximadamente 10,000 años
comenzó la historia de las ciudades. Su inicio fue modesto, ajeno a los
edificios monumentales y al bullicio que caracteriza a las urbes. Para ubicar
su origen, hay que remontarse a los grupos de cazadores y recolectores nómadas
que recorrían la tierra en busca de alimento. Las comunidades humanas eran
magras y estaban en continuo tránsito. La regularidad de los cielos y las
estaciones guiaban sus interminables periplos hacia tierras más propicias o
menos arduas para la supervivencia. El medio podía ser benévolo, mas no dejaba
en duda su poder para subyugar e imponer sus caprichos insondables. El suceso
que modificó por completo la trayectoria de estas comunidades fue el
descubrimiento de la agricultura. Con su aparición, los términos de la relación
entre sociedad y medio ambiente se modificaron de forma drástica. El entorno
poco a poco dejó de dominar al hombre y éste, en cambio, comenzó a emplear su
curiosidad y su aptitud para conocer, de forma que el mundo también cediera a
su voluntad. El hecho de establecerse en un territorio y de adecuarse a él, la
posibilidad de obtener un sustento regular ─hasta cierto punto predecible─,
provocó que los recursos del grupo aumentaran y que su población paulatinamente
se incrementara. De ese momento en adelante, los enclaves humanos se volvieron
más complejos, más sofisticados, y sus aportaciones tanto tecnológicas como
culturales aún se dejan ver en la civilización actual.
Las
nuevas circunstancias pronto obligaron al surgimiento de estructuras sociales y
económicas novedosas. Igual que las especies y los ecosistemas, aquellas
comunidades y sus formas de organización también tenían un límite a su
crecimiento y expansión. Ninguna especie, por dominante que sea, puede
extenderse sin restricción. Hay una frontera invisible y rotunda que acota los
alcances de un organismo o de una población. Superado ese umbral aguardan dos
escenarios: la ruptura o el salto. El primero desemboca en la desintegración,
en la muerte. El segundo supone precipitarse al vacío para encontrar un nuevo
estado que se adecue mejor a las condiciones que orillaron al cambio. Es un
albur el cambio o la muerte, la permanencia rígida o la flexible incertidumbre.
Aunque detrás del salto se adivine una posibilidad o una estrategia, el
laberinto de causas y efectos que recorre la existencia no garantiza una salida
cierta ni segura.
Sin
sospecharlo, cada nuevo grupo que se forma en nuestra sociedad revive el dilema
de las primeras comunidades de agricultores. Sin intuirlo tampoco, sus estragos
y victorias emulan el eco aún más lejano de las primeras especies. La ruptura y
el salto son la constante en la lucha por sobrevivir. Ambos movimientos son
actores de una representación aún más vasta en la que el azar, el ensayo y el
error tienen papeles protagónicos. Tanto las bacterias primigenias como las
grandes empresas multinacionales han seguido los dictados de esa representación
primordial. Y como toda gran obra, aunque su argumento pareciera concluido, el
tiempo y las circunstancias terminan por abrirlo a nuevas interpretaciones.
Imaginemos a los primeros grupos de agricultores. Las nuevas prácticas y el
arraigo sedentario les han prodigado comida y cierto control sobre su ambiente
inmediato. Aunque la edad y las enfermedades no cejan en su merma, la población
crece y junto con ella la demanda por recursos y por un lugar dentro de la
comunidad. Si la tendencia persiste, habrá más bocas que alimento y, tarde o
temprano, brotará un inopinado bullir de conflictos, de tensiones y de
incidentes cada vez más violentos. Aquí comenzarán las paradojas y las
contradicciones. Aquí también se abrirá un campo fértil para la creatividad y
el fracaso.
Uno
de los principios fundamentales de la vida es la conservación. No sólo se busca
preservar la forma de lo que somos, nuestros rasgos distintivos, sino también
la manera de organizarnos. Cuando un
grupo resguarda las peculiaridades de su organización, aspira a que sus
miembros actualicen con cada palabra, en cada tradición y técnica, su modo de
encarar el mundo. Pero ¿qué ocurre cuando esa forma de organización no resuelve
más las vicisitudes de su momento? La solución más dramática es la ruptura. Si
el grupo de agricultores mantiene la inercia de crecimiento sin que venga
emparejado un aumento de sus recursos, la presión interna del grupo aumentará y
las agresiones se sucederán con mayor frecuencia e incisión. Sin cambios, el
rumor de la barbarie se agrava. De ser cobijo y sustento, el grupo será el yugo
o incluso el verdugo de sus miembros. El desenlace es predecible: el quiebre y
la dispersión.
Librar
la ruptura implica suerte e imaginación. Suerte para que el polvorín colectivo
no explote antes de encontrar un remedio y para que las soluciones modifiquen
efectivamente el cauce del grupo al enfrentar la realidad. Imaginación para
prever nuevos escenarios, para ensayar trayectorias distintas a las seguidas
por la costumbre, para anticipar lo que aguarda del otro lado del muro después
del salto.
De
la tribu a la aldea, de la horizontalidad de las tareas a la división en clanes
para incluir a los individuos en una dinámica social cada vez más intrincada y
demandante. El crecimiento cuantitativo puede transmutarse en cualitativo
cuando los márgenes del organismo o del grupo amenazan con desbordarse. Los
sistemas vivos y sociales operan una sutil alquimia en la que sumar elementos
no redunda sólo en una colección mayor de miembros; si las condiciones son
favorables, pueden precipitar un nuevo estado, una nueva realidad. En la
química, basta la adición progresiva de un radical de carbono e hidrógeno a la
molécula del ácido fórmico para que éste mude en ácido acético, butírico,
propiónico y valeriánico. Cada radical añadido le da a los ácidos sus
propiedades distintivas, al mismo tiempo el parentesco entre ellos se preserva
al compartir elementos comunes. La cantidad es una frontera, un límite; pero
también la orilla de la cual se zarpa hacia los mares fecundos de la
complejidad. La evolución social nunca ha huido de las restricciones
cuantitativas; al contrario, se ha servido de ellas para ensayar estructuras
más abarcadoras y aptas para resolver conflictos. La expansión parece ser la
norma histórica. De la vecindad entre aldeas agrícolas a la imposición de una
para abarcar más territorio, y con ello mayores recursos, no tardará en gestarse
el nacimiento de los estados y los reinos. Los sucederán los imperios y sus
esplendorosas capitales, los estados-nación y sus megalópolis, hasta llegar al
volátil experimento de los bloques económicos, como la Unión Europea. Si la
agricultura detonó la primera gran expansión demográfica y cultural, la
mancuerna entre la guerra y el comercio fueron los catalizadores de los cambios
sucedáneos. Alimentación, violencia e intercambio: tres jinetes civilizatorios
que lo mismo erigen que devastan.
La
Revolución Industrial fue el segundo gran cisma social, después de la
agricultura. La irrupción de esta última dio raíces al hombre y le permitió
aliarse con el entorno, para luego aprender a explotarlo. La industria, en
cambio, nunca supuso un pacto, sino una franca voluntad de dominio. Además de
observar y de conocer, la humanidad aprendió a manipular y a transformar a
partir de los fundamentos de la materia. Las causas y los oscuros mecanismos
del universo dejaron de serle ajenos. La ciencia y la técnica poco a poco
buscaron desnudar al mundo de sus secretos. Al hacerlo, el velo de amenaza y
misterio que cubría a la naturaleza cayó. Confiados en sus poderosos métodos de
producción e investigación, y amparados en el descubrimiento de los
combustibles fósiles y la electricidad, la humanidad se volcó hacia la
industria y las ciudades. Al paso de poco más de dos siglos, el hombre y su
entorno se urbanizaron. Las ciudades alcanzaron dimensiones desconocidas hasta
entonces; la velocidad de la vida y de los cambios se volvió vertiginosa. Para
sus habitantes, el rostro que las urbes adquieren conforme se expanden parece
desordenado: un galimatías de acero, concreto y cristal. Sin embargo, detrás de
las redes laberínticas de caminos, tuberías, cableado y edificios, hay una lógica
profunda que las hermana con organismos tan elementales como las células, e
inclusive con sistemas más vastos y refinados, como los ecosistemas.
Para
desentrañar esta lógica, habrá que apartarse del sentido común y confiar en la
mirada de los físicos y los matemáticos. Habrá que fiarse de su habilidad para
descubrir patrones ocultos al ojo cotidiano. De otro modo, nos pasaría de largo
la improbable relación entre los seres vivos y las ciudades. La clave de este
vínculo se encuentra en el tamaño y en la eficiencia de cada organismo para
aprovechar y distribuir la energía que los mantiene con vida. Entre mayor sea
la especie, su consumo proporcional de energía será menor que el de una especie
pequeña, el ritmo de su metabolismo será más lento y su tiempo de existencia se
prolongará. De acuerdo con una serie de investigaciones realizadas a partir de
2006 por Geoffrey West y su equipo, esto explicaría por qué los elefantes viven
más que los ratones, por qué el batir del corazón de un canario es más acelerado
que el de una ballena, y por qué un gato vive menos que un humano. El quid de
estas diferencias es la eficacia y el ahorro.
Lo
sorprendente es que el eco de estos mecanismos naturales reverbera también en
las ciudades. Entre más poblada una urbe, sus requerimientos de infraestructura
serán proporcionalmente menores: la cantidad de cableado se reduce, hay menos
gasolineras y los kilómetros de tubería instalada se acortan. Pero si esta
economía de escala sigue un paralelo biológico, hay un patrón de crecimiento
propio únicamente de la vida urbana. Cuando un organismo posee mayor masa, sus
procesos tienden a lentificarse. El ritmo citadino, en cambio, se acelera, la
producción aumenta, igual que la cantidad de riqueza, el número de patentes, el
monto de los salarios, y más. La otra faz del crecimiento es turbia y menos
alentadora: los crímenes se incrementan, hay más enfermedades y se propagan con
mayor facilidad. Los claroscuros parecen inevitables.
¿Qué
hay detrás de estas relaciones, de estas semejanzas? La respuesta puede sonar
sencilla, pero no es obvia: hay vida. Y para que la vida ocurra y se sostenga,
un vasto y complejo concierto de átomos, de células, de individuos, de vínculos
y procesos, deben tejer sus notas con timbres precisos y ritmos laboriosamente
coordinados. Los ejecutantes pueden cambiar, incluso la melodía quizá fluctúe,
pero en el fondo la raíz sonora permanecerá anclada a los pulsos que le dicte
el universo.