lunes, 29 de octubre de 2012


Salto y ruptura
 por Víctor Uribe

¿Dónde comienza lo humano? ¿Dónde termina la civilización? ¿Es tajante la frontera entre el hombre y la naturaleza? Debo a Freud mi primer vislumbre de estas preguntas y de la noción de ese tenue umbral que continuamente cae y se recompone. Le debo esa incómoda visión que denuncia cómo detrás del acto comedido, aguarda una jauría de impulsos. Por más que se niegue, hay un legado animal que delata nuestra procedencia. Pero, quizá, esta sombra se extienda más allá de la conducta del individuo y arraigue en los cimientos de la especie. Es posible que abarque también las obras que estimamos más ajenas a la naturaleza, como las ciudades.
Como hijo de mi cultura y mi tiempo, la creencia de que las urbes son productos enteramente humanos, ajenos a los mecanismos naturales, sufrió un vuelco a partir de una serie de artículos publicados por el físico Geoffrey West y su equipo del Instituto de Santa Fe, en Nuevo México. Al parecer, a las ciudades del mundo las hermanan dinámicas que escapan a la técnica y la industria de una sociedad, a su cultura específica, a los rasgos de su historia particular, de su economía y de la geografía en que se asientan. El tejido de relaciones y causas que vinculan a las megalópolis con organismos tan sencillos como las bacterias (guardando las proporciones), habla de mecanismos esenciales y profundos, compartidos por la generalidad de los seres vivos. La distinción tajante entre cultura y biología, entre el ser humano y la naturaleza, que la civilización occidental ha defendido durante siglos, ha sufrido continuos y profundos embates cada vez que la ciencia revela una nueva arista de la realidad.
            En la historia del ser humano las ciudades han tenido un papel fundamental en el desarrollo de su organización social y en la generación y transmisión de sus conocimientos. La existencia de las urbes es reciente, si se la compara con los millones de años que tardan los procesos biológicos y geológicos en gestarse. Jericó, por ejemplo, apenas tiene alrededor de 9,000 años de antigüedad. A pesar de su relativa novedad, la dinámica de los centros urbanos ha modificado profundamente las relaciones del ser humano con su entorno y con él mismo. Son su estructura más compleja y conflictiva, a la vez que el eje de su riqueza material, tecnológica y cultural. Además de ser los lugares donde se organiza y propicia la actividad económica, política y social de los pueblos, paradójicamente las ciudades son las causantes de la mayor parte de los graves problemas que enfrenta la especie, aunque al mismo tiempo sea en ellas donde los conflictos más apremiantes se resolverán, tal como ha ocurrido una y otra vez en el pasado.
            Hace aproximadamente 10,000 años comenzó la historia de las ciudades. Su inicio fue modesto, ajeno a los edificios monumentales y al bullicio que caracteriza a las urbes. Para ubicar su origen, hay que remontarse a los grupos de cazadores y recolectores nómadas que recorrían la tierra en busca de alimento. Las comunidades humanas eran magras y estaban en continuo tránsito. La regularidad de los cielos y las estaciones guiaban sus interminables periplos hacia tierras más propicias o menos arduas para la supervivencia. El medio podía ser benévolo, mas no dejaba en duda su poder para subyugar e imponer sus caprichos insondables. El suceso que modificó por completo la trayectoria de estas comunidades fue el descubrimiento de la agricultura. Con su aparición, los términos de la relación entre sociedad y medio ambiente se modificaron de forma drástica. El entorno poco a poco dejó de dominar al hombre y éste, en cambio, comenzó a emplear su curiosidad y su aptitud para conocer, de forma que el mundo también cediera a su voluntad. El hecho de establecerse en un territorio y de adecuarse a él, la posibilidad de obtener un sustento regular ─hasta cierto punto predecible─, provocó que los recursos del grupo aumentaran y que su población paulatinamente se incrementara. De ese momento en adelante, los enclaves humanos se volvieron más complejos, más sofisticados, y sus aportaciones tanto tecnológicas como culturales aún se dejan ver en la civilización actual.
Las nuevas circunstancias pronto obligaron al surgimiento de estructuras sociales y económicas novedosas. Igual que las especies y los ecosistemas, aquellas comunidades y sus formas de organización también tenían un límite a su crecimiento y expansión. Ninguna especie, por dominante que sea, puede extenderse sin restricción. Hay una frontera invisible y rotunda que acota los alcances de un organismo o de una población. Superado ese umbral aguardan dos escenarios: la ruptura o el salto. El primero desemboca en la desintegración, en la muerte. El segundo supone precipitarse al vacío para encontrar un nuevo estado que se adecue mejor a las condiciones que orillaron al cambio. Es un albur el cambio o la muerte, la permanencia rígida o la flexible incertidumbre. Aunque detrás del salto se adivine una posibilidad o una estrategia, el laberinto de causas y efectos que recorre la existencia no garantiza una salida cierta ni segura.
Sin sospecharlo, cada nuevo grupo que se forma en nuestra sociedad revive el dilema de las primeras comunidades de agricultores. Sin intuirlo tampoco, sus estragos y victorias emulan el eco aún más lejano de las primeras especies. La ruptura y el salto son la constante en la lucha por sobrevivir. Ambos movimientos son actores de una representación aún más vasta en la que el azar, el ensayo y el error tienen papeles protagónicos. Tanto las bacterias primigenias como las grandes empresas multinacionales han seguido los dictados de esa representación primordial. Y como toda gran obra, aunque su argumento pareciera concluido, el tiempo y las circunstancias terminan por abrirlo a nuevas interpretaciones. Imaginemos a los primeros grupos de agricultores. Las nuevas prácticas y el arraigo sedentario les han prodigado comida y cierto control sobre su ambiente inmediato. Aunque la edad y las enfermedades no cejan en su merma, la población crece y junto con ella la demanda por recursos y por un lugar dentro de la comunidad. Si la tendencia persiste, habrá más bocas que alimento y, tarde o temprano, brotará un inopinado bullir de conflictos, de tensiones y de incidentes cada vez más violentos. Aquí comenzarán las paradojas y las contradicciones. Aquí también se abrirá un campo fértil para la creatividad y el fracaso.
Uno de los principios fundamentales de la vida es la conservación. No sólo se busca preservar la forma de lo que somos, nuestros rasgos distintivos, sino también la manera de organizarnos.  Cuando un grupo resguarda las peculiaridades de su organización, aspira a que sus miembros actualicen con cada palabra, en cada tradición y técnica, su modo de encarar el mundo. Pero ¿qué ocurre cuando esa forma de organización no resuelve más las vicisitudes de su momento? La solución más dramática es la ruptura. Si el grupo de agricultores mantiene la inercia de crecimiento sin que venga emparejado un aumento de sus recursos, la presión interna del grupo aumentará y las agresiones se sucederán con mayor frecuencia e incisión. Sin cambios, el rumor de la barbarie se agrava. De ser cobijo y sustento, el grupo será el yugo o incluso el verdugo de sus miembros. El desenlace es predecible: el quiebre y la dispersión.
Librar la ruptura implica suerte e imaginación. Suerte para que el polvorín colectivo no explote antes de encontrar un remedio y para que las soluciones modifiquen efectivamente el cauce del grupo al enfrentar la realidad. Imaginación para prever nuevos escenarios, para ensayar trayectorias distintas a las seguidas por la costumbre, para anticipar lo que aguarda del otro lado del muro después del salto.
De la tribu a la aldea, de la horizontalidad de las tareas a la división en clanes para incluir a los individuos en una dinámica social cada vez más intrincada y demandante. El crecimiento cuantitativo puede transmutarse en cualitativo cuando los márgenes del organismo o del grupo amenazan con desbordarse. Los sistemas vivos y sociales operan una sutil alquimia en la que sumar elementos no redunda sólo en una colección mayor de miembros; si las condiciones son favorables, pueden precipitar un nuevo estado, una nueva realidad. En la química, basta la adición progresiva de un radical de carbono e hidrógeno a la molécula del ácido fórmico para que éste mude en ácido acético, butírico, propiónico y valeriánico. Cada radical añadido le da a los ácidos sus propiedades distintivas, al mismo tiempo el parentesco entre ellos se preserva al compartir elementos comunes. La cantidad es una frontera, un límite; pero también la orilla de la cual se zarpa hacia los mares fecundos de la complejidad. La evolución social nunca ha huido de las restricciones cuantitativas; al contrario, se ha servido de ellas para ensayar estructuras más abarcadoras y aptas para resolver conflictos. La expansión parece ser la norma histórica. De la vecindad entre aldeas agrícolas a la imposición de una para abarcar más territorio, y con ello mayores recursos, no tardará en gestarse el nacimiento de los estados y los reinos. Los sucederán los imperios y sus esplendorosas capitales, los estados-nación y sus megalópolis, hasta llegar al volátil experimento de los bloques económicos, como la Unión Europea. Si la agricultura detonó la primera gran expansión demográfica y cultural, la mancuerna entre la guerra y el comercio fueron los catalizadores de los cambios sucedáneos. Alimentación, violencia e intercambio: tres jinetes civilizatorios que lo mismo erigen que devastan.
La Revolución Industrial fue el segundo gran cisma social, después de la agricultura. La irrupción de esta última dio raíces al hombre y le permitió aliarse con el entorno, para luego aprender a explotarlo. La industria, en cambio, nunca supuso un pacto, sino una franca voluntad de dominio. Además de observar y de conocer, la humanidad aprendió a manipular y a transformar a partir de los fundamentos de la materia. Las causas y los oscuros mecanismos del universo dejaron de serle ajenos. La ciencia y la técnica poco a poco buscaron desnudar al mundo de sus secretos. Al hacerlo, el velo de amenaza y misterio que cubría a la naturaleza cayó. Confiados en sus poderosos métodos de producción e investigación, y amparados en el descubrimiento de los combustibles fósiles y la electricidad, la humanidad se volcó hacia la industria y las ciudades. Al paso de poco más de dos siglos, el hombre y su entorno se urbanizaron. Las ciudades alcanzaron dimensiones desconocidas hasta entonces; la velocidad de la vida y de los cambios se volvió vertiginosa. Para sus habitantes, el rostro que las urbes adquieren conforme se expanden parece desordenado: un galimatías de acero, concreto y cristal. Sin embargo, detrás de las redes laberínticas de caminos, tuberías, cableado y edificios, hay una lógica profunda que las hermana con organismos tan elementales como las células, e inclusive con sistemas más vastos y refinados, como los ecosistemas.
Para desentrañar esta lógica, habrá que apartarse del sentido común y confiar en la mirada de los físicos y los matemáticos. Habrá que fiarse de su habilidad para descubrir patrones ocultos al ojo cotidiano. De otro modo, nos pasaría de largo la improbable relación entre los seres vivos y las ciudades. La clave de este vínculo se encuentra en el tamaño y en la eficiencia de cada organismo para aprovechar y distribuir la energía que los mantiene con vida. Entre mayor sea la especie, su consumo proporcional de energía será menor que el de una especie pequeña, el ritmo de su metabolismo será más lento y su tiempo de existencia se prolongará. De acuerdo con una serie de investigaciones realizadas a partir de 2006 por Geoffrey West y su equipo, esto explicaría por qué los elefantes viven más que los ratones, por qué el batir del corazón de un canario es más acelerado que el de una ballena, y por qué un gato vive menos que un humano. El quid de estas diferencias es la eficacia y el ahorro.
Lo sorprendente es que el eco de estos mecanismos naturales reverbera también en las ciudades. Entre más poblada una urbe, sus requerimientos de infraestructura serán proporcionalmente menores: la cantidad de cableado se reduce, hay menos gasolineras y los kilómetros de tubería instalada se acortan. Pero si esta economía de escala sigue un paralelo biológico, hay un patrón de crecimiento propio únicamente de la vida urbana. Cuando un organismo posee mayor masa, sus procesos tienden a lentificarse. El ritmo citadino, en cambio, se acelera, la producción aumenta, igual que la cantidad de riqueza, el número de patentes, el monto de los salarios, y más. La otra faz del crecimiento es turbia y menos alentadora: los crímenes se incrementan, hay más enfermedades y se propagan con mayor facilidad. Los claroscuros parecen inevitables.
¿Qué hay detrás de estas relaciones, de estas semejanzas? La respuesta puede sonar sencilla, pero no es obvia: hay vida. Y para que la vida ocurra y se sostenga, un vasto y complejo concierto de átomos, de células, de individuos, de vínculos y procesos, deben tejer sus notas con timbres precisos y ritmos laboriosamente coordinados. Los ejecutantes pueden cambiar, incluso la melodía quizá fluctúe, pero en el fondo la raíz sonora permanecerá anclada a los pulsos que le dicte el universo.