lunes, 24 de enero de 2011

La suma de los años


A Ilah

Pasan los años. Ruedan por el río del tiempo sin prisa, sin demora, sin remedio. En ese caudal infatigable de hechos y sucesiones, la corriente arrastra entre sus sedimentos la historia y la memoria de los pueblos: dos de los asientos que integran su identidad colectiva, dos de las bases que sustentan la cultura de una época y que perfilan los hallazgos de su arte.
Aunque hermanadas por sus lazos con el pasado, la historia y la memoria no siempre coinciden. Las pretensiones de la primera exceden la simple enumeración de gestas y héroes de un pueblo. Contrario a lo que suele entenderse por historia, el estudio de los episodios nacionales consiste en algo más que una colección de fechas y personajes; consiste en examinar los antagonismos ideológicos, las rivalidades políticas, las relaciones de poder en la sociedad y su dinámica económica. En realidad, más que trazar una línea cronológica recta, la historia elabora la cartografía de un periodo, ubicando a los protagonistas y describiendo sus circunstancias, con la intención de encontrar las repercusiones de sus actos. En el fondo, se intenta comprender el engranaje del presente, articulado a partir de las oposiciones y afinidades de los actores del pasado. El juego de alternancias entre vencedores y vencidos, entre poderosos y subordinados, revela las tensiones e intereses que agitan y dinamizan a una sociedad.
            A diferencia del conocimiento histórico, la memoria colectiva no busca reflexionar ni sistematizar el pasado: entraña la vida cotidiana de los hombres y las mujeres de un pueblo. Los gestos compartidos por el grupo, sus costumbres y los giros y rasgos de su habla son prendas de la memoria de esa sociedad. Cada gesto en común, cada palabra y tradición popular aloja entre sus signos los vestigios de generaciones enteras. Más que vestigios, es válido hablar de resonancias vivas del patrimonio lingüístico y de la reverberación de conductas y de ideales. Así como la semilla no sólo guarda entre sus paredes el rostro latente de una flor, sino que lleva implícitas las adquisiciones y accidentes de su linaje; así, nuestras creencias y tradiciones, nuestras expresiones y lenguaje reproducen los patrones de conducta y de pensamiento que construyen nuestra cotidianeidad. Pero cabe aclarar que el presente no es una mera repetición de la memoria colectiva ni la ciega continuación de su legado. Es, sobre todo, una intrincada nervadura de pulsiones, de anhelos, afinidades y aversiones que delatan el pulso de una sociedad y revelan la intensidad de su temperamento.
            En ambos dominios, el artista se convierte en actor y espectador. Al exponer su obra, al hacerla pública, el creador participa en los eventos que conciertan su momento histórico. Los signos y representaciones alusivos a ese periodo pueden no ser evidentes en el trabajo del artista, mas no por ello son ajenos al entramado de agitaciones e intereses que conforman su presente. El tema elegido y los medios empleados ─pintura, escultura, instalación, video, entre otros─, la técnica y el mensaje, todo forma parte del discurso estético e ideológico del artista; discurso que muchas veces se halla sujeto al capricho de la moda y a las tendencias dominantes del mercado. A pesar de esta volubilidad del ambiente artístico, que tan pronto alaba como desdeña las propuestas, y no obstante la obvia diferencia que separa a una obra de la otra, en el fondo hay una base compartida por la mayoría de las creaciones, una “vitalidad de los tiempos”, como la llama Ortega y Gasset, que anima y permea la producción artística. Vista al trasluz, la obra es en realidad una caja de resonancia de las inclinaciones culturales de la época.
            La obra no es sólo un documento o una reliquia de valor histórico dispuesta pasivamente en la pared de una galería o en el corredor de algún museo. La obra es un mecanismo dinámico de formas y significaciones, de materiales y sensaciones, concebido para provocar una interlocución con el espectador. Como cualquier acto humano, la creación artística es un producto inacabado. La pieza exhibida no se basta a sí misma: es el rudimento de una maquinaria más sofisticada, que requiere la complicidad del espectador para completar su engranaje de signos. Dispositivo de reflejos y revelaciones, la obra incita al espectador a descubrir territorios desconocidos de su intimidad y a usar la pieza artística como espejo de su mundo subjetivo. Superado el gusto o el desconcierto inicial frente a la obra, el espectador es invitado a encarar sus percepciones y a reconocerse en el mecanismo formal y simbólico que el autor compuso para esclarecer, asimismo, su propia intimidad. Porque, al final, la obra nace con el artista, pero sólo renueva su sentido y conserva su valor cuando el espectador se reconoce en ella.
Por otro lado, sería erróneo suponer que el trabajo del autor se puede reducir a un elaborado muestrario de sus ideales estéticos e influencias artísticas. Tampoco cabría interpretar las piezas como un simple armazón de materiales sobrepuestos con pericia, en que el azar, la ocurrencia y la intuición guían la mano del artista, pero le niegan a la obra un sentido mayor. La obra, de igual modo, es más que un escenario donde se subliman las pulsiones clandestinas del autor o donde éste purga su pasado. En cierta medida, cada pieza sirve al creador para reelaborar los yacimientos de su experiencia y transformar el tosco material de su realidad inmediata en un mecanismo cuyas formas, usos y reglas sean accesibles al espectador. Por medio de la creación, el autor testimonia su presencia en el mundo y apunta la ruta de sus vivencias y de sus hallazgos artísticos. Sin embargo, las capas que conforman la obra no se limitan al sustrato personal y técnico del autor. Una vez que se ahonda en la pieza y a medida que se desentrañan sus filones y vetas individuales, comienzan a asomar las venas colectivas de la creación. Los trazos y planos de una pintura, los volúmenes y texturas de una escultura, los materiales y formatos de una instalación, las secuencias y sonoridades de un video, en todos ─a pesar de sus evidentes diferencias─ se divisan los horizontes en común de la generación que los alumbra.

Cruce del pasado y del presente de un pueblo, cada generación delata en el vigor de sus creaciones y en la gravedad de su deterioro el empuje de la sociedad que la gestó. Encargadas de preservar la continuidad del tejido social, pero sobre todo de renovarlo, el vigor de las generaciones revela la determinación y la vitalidad colectivas para afrontar sus circunstancias actuales. Las hazañas pretéritas de un país, sus victorias, las proezas de sus héroes y el fervor de sus mártires por las causas nacionales acusan los esplendores anteriores de un pueblo, son ramas de un árbol cuyo follaje aflora y se marchita con las estaciones; a cada verdor sigue un tiempo de palidez, hasta que la siguiente primavera se anuncia. Cada generación de artistas encara la realidad de su momento histórico de diferente modo. La hondura de su visión y los puentes que tienden hacia quienes vendrán después que ellos aquilatan los méritos de las obras y de sus autores. En ese sentido, cabría preguntarse si la suma de los años es lo que enaltece la historia de un pueblo o si, en cambio, la profundidad de su mirada y el carácter de las empresas que acomete revelan la verdadera estatura de esa sociedad y anuncian la dimensión de su porvenir.
Víctor Uribe